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Un federalismo de confrontación

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08 marzo de 2016

(Columna de Rubén Manasés Achdjian)

Dos décadas de frustraciones muestran que gran parte de la complejidad que encierra la sanción de una nueva ley de coparticipación reside en el propio diseño legal pensado en su momento para sostener el régimen vigente.

Las relaciones financieras entre el Gobierno Nacional y las provincias han sido, desde siempre, motivo de permanentes conflictos. De hecho, durante casi todo el Siglo XIX, la historia de las instituciones políticas argentinas se resume en la historia de las sucesivas disputas por el control y la apropiación de los recursos fiscales.

En las últimas semanas estos conflictos dejaron atrás su estado de aparente latencia para convertirse nuevamente en una cuestión de primer orden. El pasado 23 de enero, los gobernadores peronistas se reunieron en San Juan y allí plasmaron un documento de tono crítico. Luego de un brevísimo momento inicial caracterizado por los gestos amables hacia el nuevo Gobierno, los mandatarios provinciales peronistas endurecieron su discurso de cara a una confrontación que, a grandes rasgos, ya está planteada. El texto surgido de aquella reunión fijó un modelo de federalismo fiscal bastante preciso que los gobernadores del PJ intentarán imponerle a la administración de Mauricio Macri.

PRIMERAS TENSIONES

¿Cómo fue el tránsito desde aquel primer momento de entendimiento a este otro de confrontación? El 12 de diciembre, transcurridas apenas cuarenta y ocho horas desde la asunción de su mandato, el Presidente mantuvo su primera reunión plenaria con los gobernadores. La opinión general sobre ese primer encuentro fue calificada como positiva. Más allá de las peticiones particulares que plantearon los gobernadores, quedó claro que ninguno de ellos estaba dispuesto a tolerar el método tradicionalmente empleado por distintos gobiernos nacionales de recurrir al uso discrecional de los recursos federales para disciplinar a los gobernadores renuentes a acompañar sus políticas. Pero pocas semanas más tarde el Presidente firmó dos decretos que pulverizaron el clima de entendimiento hasta entonces existente entre el Poder Ejecutivo Nacional y los gobernadores.

El primero de ellos, de necesidad y urgencia, derogó el cese de la retención del 15% de los fondos coparticipables a todas las provincias dispuesto por el Gobierno saliente en los últimos días de su mandato. El DNU de Macri fue apresurado e inoportuno porque la devolución de fondos ya se encontraba suspendida por una resolución judicial y porque, lejos de obtener algún beneficio sustancial, solo sirvió para encender el rechazo unánime de los gobernadores.

El decreto restante incrementó el porcentual de coparticipación de la Ciudad de Buenos Aires de 1,40% a 3,75%%. Las fuertes críticas recibidas obligaron al ministro de Interior, Rogelio Frigerio, a admitir que el Gobierno iba a revisar y corregir esta decisión, limitando el incremento de fondos al “costo real” de la transferencia de la Policía Federal al ámbito porteño.

LA DISCUSION (ETERNA)

Frente a este nuevo escenario, los gobernadores peronistas resolvieron en San Juan pasar a la confrontación abierta y aumentar la apuesta. Ya no se trataba de la devolución del 15% sino de discutir “desde cero” una nueva ley de coparticipación en su ámbito natural: el Congreso Nacional.

Por supuesto, la discusión de esta ley deberá esperar a la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, pero en el ínterin, los ministros de Hacienda provinciales intentan negociar un plan para la devolución de los fondos que actualmente se derivan a la Anses. El fracaso de una solución negociada llevaría a la judicialización masiva del conflicto, una salida que tanto la Nación como las provincias buscan evitar a toda costa.

El juego político que gira en torno al régimen de coparticipación no es, por cierto, sencillo de resolver por varias razones.

En primer lugar, tres instancias de negociación íntimamente vinculadas entre sí definen el problema, como si se tratara de un complejo sistema de relojería: (a) la definición de la masa coparticipable, esto es, el volumen total de los impuestos que conformarán el tamaño del pastel de recursos que luego será distribuido, (b) la distribución primaria de los recursos, que consiste en determinar qué porción del pastel le corresponderá al Estado Nacional, por un lado y a las provincias en su conjunto y a la CABA, por otro, y (c) la distribución secundaria que fija el porcentual que le tocará a cada provincia respecto de la porción de pastel previamente repartida en la distribución primaria.

Es obvio que una instancia arrastra a la otra por efecto de cascada. Si el pastel es demasiado pequeño ?por decisión del Fisco federal de no incluir en él ciertas fuentes tributarias de especial interés para las provincias? la negociación por las posteriores distribuciones (primaria y secundaria) se hará más intensa e impredecible por varios argumentos.

EL JUEGO DE LA COPA

El futuro formato de la distribución primaria será muy complejo de resolver si el Estado Nacional no admite reducir su actual participación en el reparto. Cuando se sancionó el régimen vigente, en enero de 1988, la Nación debía percibir el 42,34% de los fondos más el 1% en concepto de Aportes del Tesoro Nacional (ATN) administrados por el Ministerio del Interior. En aquel momento existían 22 provincias, la CABA no gozaba de autonomía y la gestión de la salud pública y de una parte de los servicios educativos aún eran una responsabilidad federal. El rechazo de los gobernadores al incremento del porcentual de la CABA en el sistema de reparto -aun cuando la medida en sí no disminuye lo que sus provincias perciben- puso en evidencia que, en lo inmediato, ellos no aceptarán que el Gobierno disponga motu proprio ninguna alteración unilateral del actual esquema y que, de cara al futuro, pretenden una reducción sustantiva de la porción que percibe el Estado Nacional para mejorar la participación relativa de todas las provincias, y no solo de la que percibe la CABA.

En cuanto a la determinación de los coeficientes de la distribución secundaria, estos deben cumplir con dos criterios: el primero de ellos, de naturaleza devolutiva, para que una parte de los impuestos recaudados regrese al territorio de origen y el segundo, de carácter redistributivo, para garantizar en cada provincia una provisión homogénea y equitativa de bienes y servicios públicos que reduzca las brechas de desigualdad existentes entre unas y otras. Ahora bien, ¿cómo se pueden compatibilizar ambos criterios en un entramado de intereses tan contradictorios? Porque, si se pusiera un mayor énfasis en el criterio devolutivo, las provincias de mayor desarrollo económico obtendrían, sin dudas, la mejor parte y si, por el contrario, primara el criterio redistributivo, se sentirían tan perjudicadas como sienten que lo están en la actualidad por las provincias más “pobres”.

Para agregar mayores elementos de complejidad a toda esta discusión recordemos que la Constitución reformada en 1994 estableció que la labor legislativa del nuevo régimen de coparticipación tuviera origen en el Senado, una instancia donde el bloque de la coalición Cambiemos se encuentra en incontrastable minoría, una incómoda posición que se mantendrá durante todo su mandato.

En tercer lugar y último lugar, el régimen de coparticipación tiene una naturaleza jurídica especial: es una Ley Convenio. Esto implica que la nueva ley que sancione el Congreso deberá ser, además, ratificada por cada una de las legislaturas provinciales y porteña. A primera vista, esta “regla de la unanimidad” le otorgaría al conjunto las provincias y a la CABA un peso desequilibrante en las negociaciones, siempre y cuando ellas pudieran alcanzar un acuerdo interno único frente a la Nación, posibilidad que en los hechos resulta difícil de lograr por la divergencia de sus intereses particulares. Esta dificultad de las provincias le otorga una pequeña ventaja al Estado Nacional, pero lo obliga a la titánica tarea de negociar de manera radial con 24 jurisdicciones a un mismo tiempo.

Los hechos que suceden en estos días apenas marcan el comienzo de una compleja y agobiante negociación cuyos resultados nadie puede hoy predecir con certeza.

La reforma constitucional de 1994 le impuso al Congreso el mandato expreso de sancionar una nueva ley antes de culminar el año 1996. Hoy, veinte años después, este mandato sigue siendo una asignatura pendiente sobre la cual no se ha reflexionado sino esporádicamente en los últimos años.

Dos décadas de frustraciones muestran que gran parte de la complejidad que encierra la sanción de una nueva ley de coparticipación radica en el propio diseño legal pensado en su momento para sostener el régimen vigente. Hasta el momento, el “juego de la copa” ha estimulado a los actores a competir antes que a cooperar.

Es muy poco probable hallar soluciones solidarias y cooperativas en cuestiones como esta que, desde su origen, han sido planteados como juegos de suma cero. Una posible salida a este laberinto es que la Nación y las provincias comiencen por discutir las reglas de cómo habrán de jugar en el futuro prescindiendo, al inicio, de las ventajas que cada cual podría obtener al final de este incierto juego.

Para evitar una nueva frustración, esta salida requiere de una enorme capacidad de imaginación de todos los actores implicados para que no vuelvan a jugarlo del mismo modo en que lo hicieron en el pasado.

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