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El balotaje que puede cambiar la historia

dos-mm
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04 noviembre de 2015

El carácter competitivo de esta elección, tributario de la reforma del '94, deja sugerentes moralejas.

Es cierto que es un balotaje sui generis, atenuado y amoldado a las circunstancias. Es cierto que pocos países lo implementan de ese modo y que su introducción con este formato fue el resultado de la inventiva de Raúl Alfonsín en la negociación que derivó en el Pacto de Olivos y la reforma constitucional de 1994 que habilitó la reelección de Carlos Menem. De eso se tratan siempre las reformas electorales exitosas, al fin y al cabo; una combinación de intereses encontrados e intenciones políticas que chocan en una coyuntura y conducen a modificaciones que impactarán en el sistema político con el paso del tiempo, más allá de las voluntades de quienes las propiciaron y de los resultados, beneficios y perjuicios que obtuvieron en ese momento. En breve, puede ocurrir que una reforma electoral que en su momento fue pensada con un objetivo, lo obtenga mucho tiempo más tarde, cuando las circunstancias políticas y sus protagonistas han cambiado e incluso cuando sus propios beneficiarios potenciales no se percataron de ello.

Puede decirse en tal sentido, que Alfonsín ha obtenido un triunfo póstumo este 25 de octubre, más de dos décadas después de aquella reforma del '94. Si hubo una elección competitiva en esta oportunidad, por primera vez en muchos años, fue gracias a la expectativa generada por el sistema electoral que le obliga al primero a superar el 45% o los diez puntos de diferencia con el segundo, por encima del 40% para ganar en primer vuelta. La otra fue en 2003, finalmente desactivada por la renuncia de Menem, que había logrado el 24%, seguido por Néstor Kirchner con el 22%. Menem se bajó y Néstor resultó consagrado.

A fines del '93, Alfonsín había acordado con Menem las condiciones para la reforma constitucional que introduciría la elección presidencial directa, eliminando la instancia del Colegio Electoral y habilitando la reelección por un período sucesivo. Asimismo, la introducción del balotaje grantizaría que cuando los candidatos no obtuvieran un respaldo mayoritario, o cuando la diferencia entre los principales competidores no fuera relevante, la fórmula ganadora surgiera de un apoyo popular más amplio y contundente. El balotaje serviría a dos propósitos; en primer lugar, desempatar entre preferencias políticas, cuando ninguna de ellas alcanza la mayoría requerida. En segundo lugar, que la ciudadanía exprese sus preferencias negativas respecto de algún candidato y que se formen amplias coaliciones, asegurando a un grupo importante de electores la elección del segundo mejor, cuando su candidato pierde en la primera vuelta.

La fórmula sui generis de balotaje derivaba de las propias condiciones de ese acuerdo: el peronismo consideraba un balotaje clásico del 50% en primera vuelta una exigencia demasiado alta. Alfonsín defendía así la modalidad elegida: “La regla para establecer quienes pueden participar en esta segunda elección es clara y bien ponderada. Si alguna fórmula obtuviera más del 45% de los votos válidos afirmativamente emitidos, en virtud de haber alcanzado casi la mayoría absoluta de las preferencias positivas, no necesita para su proclamación una segunda vuelta. Por iguales razones, y para limitar las preferencias negativas y que se impongan desmedidamente sobre las positivas, se fija que si una fórmula alcanza el 40% de las adhesiones políticas en la primera vuelta, y obtiene una diferencia mayor a diez puntos porcentuales, la segunda vuelta tampoco se llevará a cabo”.

Las ventajas quedaban debidamente expuestas para quienes quisieran verlas: “La segunda vuelta opera como un incentivo cooperativo entre las distintas fuerzas políticas, sobre todo las mayoritarias, las que deberán asumir compromisos con las minorías políticas afines, con el objeto de lograr consensos más amplios”. Como es sabido, nada de esto ocurrió porque Menem terminó ganando en el '95 con el 49% de los votos. Y luego otro tanto sucedió con De la Rúa, que ganó en el '99 con el 48%. Se dijo entonces que la segunda vuelta, como otras varias innovaciones introducidas, era fútil frente al resultado principal, que había sido la reelección de Menem y la acentuación del presidencialismo. Sin embargo, cuando sobreviene el derrumbe del 2001 y se llega a las elecciones de 2003, el instrumento se convierte en una “célula dormida” que se activa disuadiendo a Menem a abandonar la carrera: había ganado, sí, frente a todo el resto que hubiera votado en su contra en una segunda vuelta. Tuvimos así a Néstor Kirchner (que como convencional del '94 se había opuesto al Pacto de Olivos), elegido como presidente con el 22% de los votos. La lógica agregativa le permitirá luego remontar la cuesta y reconstruir el poder presidencial. Las presidencias de Néstor y Cristina dejaron atrás esos escenarios recomponiendo el presidencialismo mayoritario. Al final de ese ciclo, la competencia por la sucesión presidencial reaparece y la cláusula de los 10 puntos porcentuales de diferencia requeridos para ganar una elección fue condición e incentivo para conformar alianzas y abrir la expectativa de una alternancia en el poder.

Esto más allá de que los actores protagónicos de este juego lo hayan entendido mejor o peor desde un inicio, aprovechando o desaprovechando la oportunidad que dicho juego les ofrecía (vg, Macri y Massa). Una muestra de reglas de juego que trascienden a los cálculos e intereses de los jugadores y pueden inducir nuevas dinámicas entre ellos. Lo contrario a lo que ocurre cuando en una democracia se cambian y acomodan las reglas para ajustarlas a los objetivos políticos inmediatos. Reglas previsibles con resultados inciertos, buena moraleja para una democracia de mejor calidad. Veinte años después, Alfonsín le ganó a Menem.

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