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El desprecio como vocación

08 julio de 2011

(Publicado en la edición nº35)

La manera en la que el oficialismo armó sus listas puso de manifiesto cómo pretende construir poder.

Cuando evaluaba un par de temas para esta columna, un suelto online de un diario nacional, me inclinó sin duda por una de las posibilidades: escribiría sobre el

desprecio. La noticia se titulaba: “La Pampa: Verna se bajó porque le impusieron

candidatos a diputado”. La crónica relataba un hecho conocido: la forma en que la Casa Rosada digita las candidaturas a cargos nacionales, provinciales y municipales, imponiendo a sus preferidos y descartando a todos los que según su parecer no

cumplen el requisito de lealtad al Poder Ejecutivo.

La variación en este caso es que el ex gobernador y hoy senador Carlos Verna, un clásico político peronista de provincias, dio el portazo, desconforme con la intrusión del dedo presidencial en las listas que iba a encabezar. Esto al menos hasta ahora, porque en el peronismo nunca se sabe cómo concluyen las cosas. Pero vale el episodio, más allá de su final, porque Verna evitó callarse, a diferencia de la gran mayoría de los maltratados por Cristina Kirchner.

Mi vecino de al lado, que es un militante político aunque no dispone del poder de un ex gobernador peronista, tuvo sin embargo una experiencia en el fondo similar. Pertenece a una fracción de un antiguo partido nacional, hoy aliada al kirchnerismo.

Hace unos días ?la anécdota sucede en la Ciudad de Buenos Aires? me dijo entusiasmado que integraría una lista para la elección de comuneros. Pero me aclaró: “Todavía no está confirmada, la tiene que ver Cristina”.

Mi experiencia de analista político no me alcanzó para evitar la sorpresa. Si mi vecino está en lo cierto ?concluí?, quiere decir que la Presidenta de la Nación examina y decide personalmente sobre todas las listas de candidatos oficiales para varios cargos en infinidad de distritos. Si no fuera así nunca hubiera cruzado su destino con el hombre que vive al lado de mi casa. A los pocos días él me dijo apesadumbrado:

“Cristina me bochó, eligió a otro”.

Me detuve unos instantes en la tristeza de mi estimado vecino. Bien podría representar a una especie en extinción, que nuestra democracia debería necesitar con desesperación si fuera una empresa seria: el ciudadano. Se trata de un hombre informado, educado en un partido político, con iniciativa, de buena voluntad, siempre presto y solícito ante las necesidades de los vecinos y del barrio.

Creyó en Néstor, siguió a Cristina; ahora, no sabe qué hará. No entiende por qué quedó afuera. El desprecio político que sufrieron mi vecino y el ex gobernador pampeano no es una contingencia. Proviene del método riguroso que el kirchnerismo diseñó y perfeccionó desde 2003: la manipulación despiadada de temas, políticas y personas mediante el ejercicio de un poder férreo e incompartible, ceñido ayer a un matrimonio y ejecutado hoy sólo por el cónyuge supérstite, sus hijos y un par de amanuenses.

Este método, en plena vigencia, encierra, sin embargo, la paradoja de todos los autoritarismos: parece afirmarse y reproducirse sin rivales a la vista, cuando en rigor se está debilitando. En los hechos es un expulsor de personas autónomas y con criterio, y un reclutador de cortesanos, o bien de individuos astutos que hoy se comen el sapo, mientras ocultan el cuchillo para hundirlo mañana en la espalda del opresor.

No conviene idealizar la política porque, como decía San Agustín de la Iglesia, es santa y prostituta. Sin embargo, toda actividad humana turbia y ambigua reclama por sus códigos. “Tener códigos” es la demanda mínima vital para moverse en la oscuridad. Equivale a la ley de la trampa. A la palabra del mentiroso. Es un recurso clave y paradójico que permite compartir los resultados, evitando la traición.

Se dice que Néstor Kirchner tenía códigos, que al menos te la explicaba. Es posible, pero significaría apenas una variación psicológica de un modo de producción política cuya noción de fondo es la negación del otro. Esta vez es el dedo impiadoso, ayer fueron las candidaturas testimoniales (que al menos encierran una máscara moral),

mañana quién sabe.

Lo cierto es que el kirchnerismo nunca abre el juego. Es cerrado, secreto, celoso,

arbitrario, paranoico. Actúa sólo para sí. Los demás son piezas que sirven a ese fin.

Una pregunta posible es qué lo sostiene y hasta cuándo puede mantenerse esta forma de ejercer el poder. Se tejen muchas hipótesis: la soja, la mediocridad de la oposición, los logros económicos y sociales, el consumo, la indiferencia.

Las encuestas bien pueden considerarse un resumen de estos motivos. Lo que los sondeos quizá no captan es una falla grave en el sistema de construcción política del kirchnerismo. Un déficit severo en el mecanismo de legitimación. Conseguir los votos

no es lo mismo que contar con el consentimiento. Poseer candidatos no equivale a tener leales. Disponer de un ejército no es igual a alistar soldados convencidos y dispuestos a dar la vida.

También cabe la posibilidad de que Néstor y Cristina Kirchner hayan reinventado la política. Es otra hipótesis a considerar. Ahora, me parece más factible que eso suceda en la galaxia mediática, que es el canto de sirenas de Cristina, que en el momento célebre de la política: negociar el poder y diseñar estrategias.

Algo no cierra; un desequilibro acecha los sueños del poder. Mientras que los jóvenes gritan consignas y escriben blogs, los despreciados recuentan sus heridas. Y acaso

preparan la venganza.

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