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El euro, a un país de la muerte

10 mayo de 2011

(Artículo publicado en la edición Nº30)

Las votantes en Alemania y Finlandia mostraron su hartazgo con los rescates de países en problemas

El euro nació para ser una moneda fuerte. Y lo logró; la paradoja es que el éxito lo está llevando al cadalso. Porque la economía de los diecisiete países europeos que constituyen la zona euro no es homogénea sino que está dividida en tres: la locomotora alemana, los países que le siguen el tren y los que descarrilaron. Hasta ahora son Grecia, Irlanda y Portugal, que debieron pedir la intervención del FMI y la Unión Europea ante la imposibilidad de conseguir financiamiento a tasas razonables.

Los dos primeros rescates fueron concedidos y el tercero, con Portugal, está en

negociaciones. Será el último: la opinión pública de los países centrales no tolerará

ni uno más, como las elecciones finlandesas y alemanas han dejado claro. Por eso, si

otro país es hostigado por los mercados y su riesgo país se aproxima a los dos dígitos, no encontrará apoyo financiero europeo. Si el próximo vagón fuera Malta no habría problemas, pero es España. Demasiado grande para caer, afirman los optimistas; como la Argentina en 2001.

El problema de España no es tanto la combinación de déficit fiscal con endeudamiento externo y bajo crecimiento, como en Grecia y Portugal, sino el mismo que hundió a Irlanda: los bancos, víctimas de la burbuja inmobiliaria. Los bancos comerciales y los estatales son, en principio, sólidos: el agujero negro está en las cajas de ahorro, que son instituciones financieras sin fines de lucro y tienen base regional. Las regiones autonómicas españolas las utilizaron para financiarse y la recesión impide el repago de los créditos, por lo que el horizonte está lleno de quiebras.

La magnitud de la deuda es tal que el Estado central no conseguiría financiarla. En otra feroz paradoja, lo que puede quebrar a España y descalabrar la moneda continental es la desregulación financiera, que habilitó a las cajas a prestar dinero por encima de toda razonabilidad. En la meca del Estado social europeo, los críticos del neoliberalismo anglosajón están a punto de estrellarse contra la viga en el ojo propio.

Hasta ahora, la política europea ante la insolvencia nacional ha sido el rescate tripartito (FMI, UE y Banco Central Europeo). Por detrás de esta política están los grandes bancos, sobre todo alemanes, franceses y españoles, que prestaron dinero a los gobier nos y quieren recuperarlo. Como las tasas cobradas por los rescatistas siguen siendo superiores al crecimiento de la economía, esta estrategia aumenta la deuda y posterga la crisis, agravándola.

Porque para afrontar una deuda impagable hay dos recursos: la inflación y la reestructuración. Dado que los euro-miembros carecen de política monetaria

autónoma, la cuestión no es si reestructurarán, sino si lo harán de manera cooperativa o vía default. Y aun así, la reducción de la deuda no la tornará sustentable: el problema profundo es la falta de crecimiento.

Si es cierto que los países de la periferia europea tienen culpas extensas, desde el despilfarro hasta la corrupción, la sobrevaluación cambiaria potencia todos los males

y traba la recuperación. No existen regulaciones que permitan echar a un miembro

del euro, pero se puede salir por propia decisión. Los costos serían altísimos y, se

alega, no existen experiencias de devaluación parcial en áreas monetarias integradas.

Pero las hay: una vez más, las emisiones provinciales de bonos en la Argentina de 2002 son un ejemplo de cómo las unidades subnacionales pueden “crear moneda”

de menor valor y reducir sus costos de financiamiento. En Grecia y Portugal, el pago

de los aguinaldos (son dos por año) en bonos es cuestión de tiempo. La diferencia

con la salida formal del euro es que se castiga a los asalariados y jubilados pero se

preserva el sistema financiero.

La tercera paradoja es que este sufrimiento podría evitarse si los paquetes de ayuda estuvieran gestionados sólo por el FMI, y no en colaboración con las agencias

europeas. El Fondo, con la experiencia que dan los años, propone cobrar menos intereses y extender los plazos de pago, pero los electorados y bancos europeos quieren castigar a los infractores y cobrar las deudas en vez de promover el crecimiento.

Para cualquier país de la eurozona, salir de la moneda común sería un desastre.

Exactamente como fue para la Argentina la salida de la convertibilidad. Pero quedarse

empieza a parecer imposible, y si las agencias de rating le bajan la nota a Francia

como amenazan hacer con Estados Unidos, la suerte estará echada. El euro, sin

embargo, no va a desaparecer: continuará como el marco con otro nombre. Larga vida

a Alemania, desembarazada por fin de una Europa que siempre la derrotó.

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