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Las reformas que no ganan premios Oscar

10 marzo de 2015

(Columna de Julia Pomares, directora del Programa de Instituciones Políticas de CIPPEC)

Con la muerte del fiscal Nisman, la fragilidad de la infraestructura institucional más básica de nuestro país quedó al descubierto.

Un matemático brillante logra descifrar el código criptográ- fico secreto del gobierno nazi, desencadena así el fin de la segunda guerra mundial y Wikipedia lo presenta como el “padre de la computación moderna”. Un funcionario sueco ?sólo provisto de un vaso de whisky y superlativas dotes de diplomacia? impide que París vuele en pedazos bajo miles de kilos de explosivos.

Dos películas de la última temporada (“El Código Enigma”, sobre la vida de Alan Turing y “Diplomacia”, de Schlöndorff) cuentan historias de individuos que revirtieron el curso de la humanidad. El cine nos hace creer que una mirada puede ser más poderosa que la maquinaria detrás de un sistema de inteligencia militar. Probablemente ninguna película aspiraría a un Oscar si el protagonista de su relato fuera una institución (acaso sí logra Anthony Hopkins transmitir la institución de la servidumbre en “Lo que queda del día”, de James Ivory).

Construir instituciones es muy tedioso. No hay un momento eureka en el que una persona las construye. Parafraseando a Woody Allen, “la institución es como una película a la que le cortaron las partes en las que no ocurre nada”. Con la muerte del fiscal Alberto Nisman, la fragilidad de la infraestructura institucional más bá- sica de nuestro país quedó al descubierto. Caemos en la cuenta, por ejemplo, de cosas tan elementales como que no haya procedimientos específicos que regulen qué puede hacer y qué no un secretario de Seguridad frente a una situación de esta importancia. Descubrimos también que no solo son débiles las capacidades institucionales de los organismos estatales. Uno de los edificios más caros de la Argentina brinda un muy deficiente servicio de seguridad a sus moradores. El dinero tampoco logra construir instituciones.

Sin embargo, todos los males se condensan en una sola persona. Un espía (que no es guapo como en las películas, y que en la versión verná- cula bebería un fernet en lugar de un Martini) ayuda a esconder el déficit institucional. Y ese mecanismo no hace más que reforzar la diná- mica con la que funcionan las instituciones políticas argentinas: la debilidad institucional es compensada por la discrecionalidad.

¿Por qué las instituciones políticas argentinas son débiles?

En cualquier sistema democrático, las instituciones son el producto de la competencia. No surgen de la voluntad política ni de las predisposiciones éticas de los dirigentes. El conflicto entre distintas visiones e intereses genera instituciones que son, por naturaleza, asimétricamente distributivas: reparten poder pero no a todos por igual. Y por eso los actores que perdieron buscan modificarlas. Sin embargo, las instituciones no cambian todo el tiempo. Hasta que surgen nuevas demandas y logran ser representadas, hay dos condiciones que aseguran su estabilidad. La repetición del juego institucional morigera los márgenes de diferencia y facilita la cooperación. La reforma constitucional de 1994 podría ser un ejemplo de ello. Después de más de ciento treinta años de puja constitucional, esta reforma fue votada por unanimidad. La segunda condición tiene que ver con la implementación: en un sistema democrático, los costos de revertir una decisión cuya aplicación es muy efectiva y resulta aceptada por la ciudadanía son muy altos. La Asignación Universal por Hijo sería un ejemplo de esto.

Las tres décadas de juego electoral ininterrumpido aún no lograron que esas condiciones sean frecuentes en Argentina. La reforma del sistema de inteligencia que está siendo tratada en el Congreso es un ejemplo del déficit de la primera condición. Pese a que existió un consenso implícito desde el retorno de la democracia de que las leyes de seguridad y defensa logran conciliar visiones en competencia, la nueva ley será sancionada sin una discusión con los partidos de la oposición, que decidieron no participar del debate legislativo.

La segunda condición es más infrecuente: una burocracia especializada y estable que pueda implementar decisiones de forma efectiva es aún un déficit en áreas clave del Estado. Por ejemplo, el 90% de quienes ocupan hoy el cargo directivo técnico más alto del Poder Ejecutivo Nacional ?directores nacionales y generales? fueron designados discrecional y no por medio de un concurso abierto de antecedentes. Pese a la estabilidad del Gobierno kirchnerista, llevan en promedio sólo tres años en su cargo. Pero desde 1983, esta dinámica fue la regla y no la excepción.

Cualquiera sea el partido que llegue al poder en diciembre de 2015, no obtendrá beneficios políticos en el corto plazo si opta por construir capacidades institucionales en lugar de mantener el statu quo. Tampoco hay incentivos para que presenten propuestas y asuman algún compromiso ante sus eventuales votantes quienes aspiran a la Presidencia. No figuran en ningún listado de preocupaciones ciudadanas elaborado por encuestadores y asesores. Pero la incertidumbre de una elección presidencial pareja brinda una excelente oportunidad para comprometer a los partidos y candidatos a algunas reformas antes de la contienda electoral. Por ejemplo, sobre los lineamientos para jerarquizar la alta dirección pública de forma gradual o sobre reformas que contribuyan a institucionalizar el sistema de partidos.

La tentación de la épica es grande. Hasta “El Código Enigma” sobre el matemático Alan Turing, pese a tener a un ser excepcional en sus manos, exagera la individualidad y omite el trabajo de otras instituciones sin el cual no hubiera sido posible descifrar el enigma. Igual no le valió el Oscar. El premio al mejor guión original de Hollywood fue para dos argentinos. Podemos entonces ahora ocuparnos del drama más tedioso de diseñar mejores capacidades institucionales.

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