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13 febrero de 2015

La relación entre el Presidente y el público es el corazón del modelo político argentino

Si las estadísticas aseguraran que el 50% de los aviones que despegan se estrella, ¿quién compraría los pasajes? Solo los locos. ¿Y si las probabilidades de estrellarse ascendieran al 100%? Bueno, en ese caso los locos lo pensarían mejor, y sólo volarían los presidenciables.

Lo que sabemos desde 1983 a la fecha nos permite afirmar que el futuro presidente democrático argentino sufrirá, y mucho. Una parte importante de la opinión pública le echará la culpa de todos los problemas públicos ?el robo de autos, el precio del tomate, la falta de tóner en la impresora del registro civil de Venado Tuerto, etcétera? y lo odiará. Ese odio irá en aumento y hacia el fin de su mandato adquirirá tal intensidad, que lo más probable es que el futuro presidente pase buena parte de su pospresidencia encerrado, por voluntad propia, en una casa con jardín. A lo largo de su mandato, los opositores, y sus aliados de la prensa, harán todo lo posible para destruir su reputación. Ese será el meollo de la acción política opositora: demostrar que el Presidente carece de toda idoneidad personal para ocupar ese o cualquier otro cargo electivo. El Presidente es y será corrupto, usurero, incapaz, bobo, pajuerano, nazi, asesino, bipolar, terrorista internacional, sexópata, practicante del satanismo, esposo golpeador, mentiroso, jefe o empleado de la mafia, pedófilo, amigo de la lacra mundial, síndrome de Hubris, arterioesclerótico y hermano de traficantes de armas sirios. La explicación más simple, la que corta el filo de la navaja de Occkam, es que los presidentes son personas, con virtudes y vicios propios de personas, con hijos que criar, cuerpos que cuidar y necesidad de dormir por las noches, y que son sometidos a feroces campañas de desprestigio por parte de sus adversarios políticos. Pero la opinión pública, así y todo, prefiere creer lo improbable: que detrás de todos y cada uno de los presidentes democráticos, votados por amplios públicos en repetidas oportunidades, se esconden monstruos con al menos ocho o nueve de las características antes mencionadas. Así como hoy, está dispuesta a creer que Cristina Kirchner manda a matar fiscales.

Alfonsín ?reivindicado recién sobre el final de su vida?, Menem y De la Rúa tuvieron pospresidencias complicadas. La única excepción posible es ser sucedido por su propio cónyuge. Pero los tres solitarios antes mencionados nunca recibieron, como sus pares de Estados Unidos, México y otros países, o el cónyuge presidencial Néstor Kirchner entre 2008 y 2010, los honores y respetos por haber ocupado el más alto cargo de la República. No encabezaron actos oficiales, no fueron observadores electorales ni directores de la editorial Fondo de Cultura Económica. Al contrario. Tuvieron que cargar, sobre sus espaldas, con todas las responsabilidades de lo acontecido durante sus administraciones. Por suerte para ex vicepresidentes, ex jefes de Gabinete, ex ministros de Economía y ex gobernadores del distrito más importante, que salen indemnes de todo y pueden reinventar sus carreras políticas desde la oposición o el oficialismo.

Al próximo presidente le espera un destino similar. Porque lo que sucedió con Alfonsín, Menem y De la Rúa, y ahora sufre Cristina Kirchner con la mayor virulencia, es un fenómeno estructural. Todos los cañones apuntan al presidente, el presidente recibe todas las balas.

La razón por la que esto sucede es que la relación entre el presidente y el público es el corazón del modelo político argentino. El presidente es el único cargo al que votan todos, y la popularidad presidencial es por ende la fuerza capaz de llevar las políticas públicas en una u otra dirección. Por esa razón, la clave de la acción política de todos aquellos que aspiran a suceder al presidente (usualmente, la oposición) es demoler la popularidad presidencial. Eso es mucho más fácil que discutir programas o dejar que el pueblo realice su propia evaluación de las propuestas. Porque una vez que queda palmariamente demostrada la total falta de idoneidad del presidente, convertida ya en algo insoportable, lo imperioso será su reemplazo por cualquier otra persona. Que suele ser, a la sazón, el líder de la oposición. No importan sus ideas o propuestas de gobierno. Frente a la imperiosa necesidad de salvar a la patria, la república y la vida de todos los argentinos, lo que el salvador sustituyente haga tras ese reemplazo tan desesperadamente necesario poco importa, porque peor que el presente no puede ser.

Así viene funcionando la dinámica de la crispación y la indignación, que se apodera de los medios y las redes sociales, y no vemos razón para que eso cambie con el próximo presidente. La penosa muerte del fiscal Alberto Nisman, en el último año de Gobierno y con todos los sensores recargados, nos vuelve a recordar que ser presidente no es para cualquiera. La marcha del 18, como se ha planteado desde el vamos, es un nuevo embate contra la reputación presidencial. Toda la discusión y los argumentos cruzados se resumen en una batalla para culpabilizar o defender a Cristina Kirchner. Por esa razón, y como en este tipo de batallas no hay mejor defensa que la verdad, el Gobierno tiene que explicar sin vueltas su versión del caso. Tiene que exponer toda su verdad acerca de los servicios de inteligencia, aún a costa de que se vean cosas poco agradables. Mucha gente está dispuesta a aceptar que el cadáver de Nisman fue utilizado para perjudicar a la Presidenta, pero el relato no está completo hasta que no se entienda por qué los supuestos conspiradores hicieron lo que supuestamente hicieron. Algo que el Gobierno, por ahora, prefiere callar.

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