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Malvinas, cada vez más regional

21 mayo de 2014

La percepción de escasez de recursos reaviva la disputa territorial en la región y en el mundo

Hace unos días se conoció un documento elaborado por el gobierno de Uruguay sobre escenarios de defensa nacional que incluía, por primera vez, a la ocupación británica de las Islas Malvinas como una “amenaza latente” para la seguridad de su país. El documento menciona la presencia de una “potencia extrarregional con incidencia negativa en el Atlántico Sur como zona de paz y cooperación” y que “afecta la zona oceánica donde transcurren las comunicaciones y la actividad económica marítima del país” .

Esta reconsideración de la cuestión Malvinas por parte de Uruguay es un nuevo grano de arena del fenómeno creciente de la regionalización de esta causa durante los últimos años. La inclusión de Malvinas en la agenda y las declaraciones de todos los acuerdos de integración (MERCOSUR, UNASUR, CELAC), el apoyo de toda la región (incluido el Caribe) en los organismos de Naciones Unidas, la exclusión de los barcos con bandera falklander de los puertos suramericanos, son otros hitos del mismo proceso. La solidaridad del Uruguay, que hasta hace no muchos años prestaba sus puertos para las escalas técnicas y de abastecimiento de los barcos británicos con rumbo a las islas, fue un giro significativo.

La denuncia de la militarización británica de nuestros mares, que ahora hacen suya los uruguayos, va en línea con la posición argentina, relanzada en las declaraciones presidenciales con motivo del 2 de abril y que seguramente se replicarán el próximo 10 de junio. La política británica, efectivamente, altera el panorama: con más de mil efectivos y presunto armamento nuclear en la base de Mount Pleasant, Malvinas se convirtió en una de las zonas más densamente militarizadas del mundo, si tomamos la relación entre habitantes civiles y militares de las islas.

Es que Mount Pleasant es una base que forma parte de un sistema que incluye a las islas Georgias y Sandwich, que también reclamamos, y las de Santa Helena, Ascensión y Tristán, acercándonos al Africa. Todas estas islas, que forman parte de los territorios británicos de ultramar, conforman un triángulo a partir del cual los británicos tienen una fuerte presencia en el Atlántico Sur, desde la que proyectan sus grandes pretensiones antárticas.

Brasil, un país que aspira a tener un protagonismo creciente en el Atlántico Sur y que tiene relaciones preferenciales con varios países africanos, se esfuerza en conseguir que dos continentes, y no sólo uno, denuncien la política de Londres en estas aguas. El Reino Unido es mucho más que las islas británicas europeas: a partir de sus islas de ultramar, tiene millones de kilómetros cuadrados de zonas económicas exclusivas sobre el mar y gracias a ellas sigue siendo, aún hoy, uno de los países más extensos del mundo, junto con los Estados Unidos y Francia.

Los británicos, que en la primera fase del proceso de descolonización posterior a la Segunda Guerra parecían bastante dispuestos a resignar sus posiciones de ultramar -de hecho, entre fines de los años '50 y la Guerra de 1982 hubo varias rondas de diálogo y negociación con la Argentina para la restitución de Malvinas-, han modificado su posición, en el Atlántico Sur y en el resto de los océanos.

Al igual que Estados Unidos o Francia, con diferentes argumentos y diplomacias sutiles, las potencias que poseen islas y remanentes coloniales tratan de conservarlos. Los territorios de ultramar son entendidos, desde fines de los '70, como fuentes de recursos o de acceso a los mismos. Y este fenómeno está enmarcado en una serie de cambios en la geopolítica y la estructura económica internacional, que tienen un mismo origen: la percepción de escasez y la consiguiente revalorización de los recursos naturales. Los cambios operados en un mundo ávido por asegurarse energía, agua, minerales, biodiversidad y alimentos no se agotaron en la política de retención de islas ocupadas y poco ocupadas.

China salió de Asia, las empresas comenzaron a buscar energía en las fronteras extremas, como dice Michael Klare (en el mar profundo, bajo el hielo polar, fracturando las rocas). Y se desataron nuevas guerras. En el año 2001, pocos meses antes del ataque a las Torres Gemelas y la posterior “guerra antiterrorista” que se descargó en Afganistán e Irak, el gobierno de los Estados Unidos, presidido por George Bush Jr., definió a través de un documento su Política Nacional de Energía, en la que anunciaba “un rol asertivo del gobierno para ayudar a las compañías estadounidenses de energía a superar las barreras para invertir en negocios de petróleo y gas en el extranjero”, y sostenía que la “seguridad energética” (es decir, el abastecimiento de sus necesidades internas) era una “prioridad de la política exterior”. Hoy no se trata de una revelación original, ni de conceptos sorprendentes. De hecho, buena parte de los países poderosos del mundo declaran, en sus definiciones de defensa y seguridad nacional, el objetivo estratégico de asegurar los recursos naturales para sus naciones.

El Libro Blanco de la Defensa francés, en su última versión (2013) explica que “la zona económica exclusiva de Francia, que cubre once millones de kilómetros cuadrados (...) contiene recursos ictícolas, minerales y energéticos cuya explotación constituye un activo muy importante para nuestra nación”.

Diez años atrás, cuando a pesar de las contradicciones discursivas evidentes, muchos aún sostenían que la lucha que se libraba en Oriente Medio era por la cultura y la libertad, decir que las guerras del Siglo XXI eran por el control de las grandes fuentes de recursos naturales (sin negar la existencia de valores en conflicto) era remar contra la corriente. Hoy, esto ya forma parte de la letra habitual del discurso estratégico, y eso explica el cambio de lenguajes en nuestra región.

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