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Kirchneristas son todos (III y última parte)

10 junio de 2013

La confrontación retórica es un método conveniente para muchos de sus protagonistas

En las dos entregas anteriores de esta nota, describíamos dos características profundas de la oposición en la era K. En la primera, una realidad incómoda: que tras la crisis de 2001, la recomposición de la política vino de la mano del kirchnerismo a partir de 2003 y que ello explica por qué la mayoría de la dirigencia política argentina actual, incluida buena parte de la oposición, proviene de las filas del oficialismo. Esto genera un problema de identidad para los dirigentes opositores, además de un sistema de partidos débilmente diferenciado. En la segunda entrega, planteábamos una hipótesis a partir de lo anterior: que el recalentamiento de nuestro debate político, la supuesta polarización de la que tanto se habla, es una sobreactuación empujada por las contradicciones de una dirigencia que busca definir su identidad.

En esta tercera y última parte, vamos a analizar el negocio del “país dividido”: cómo la confrontación retórica, que exaspera a la opinión pública, es un método conveniente para sus protagonistas. No queremos decir con esto que los actores de este gran metarrelato de la división nacional se hayan puesto de acuerdo, en una discreta mesa de café, para montar una farsa.

Ocurre, con más frecuencia de lo que parece, que las partes de un conflicto construyen situaciones de conjunto sin siquiera sentarse a conversar. Es lo que en teoría de juegos se llama “equilibrio de coordinación estratégica”: el país dividido, paradójicamente, es un punto equilibrado. Sobre cómo el kirchnerismo, sobre todo en su fase inicial, pudo construir poder acudiendo a la confrontación, ya se dijo bastante. Esto, cabe aclarar, corresponde más bien a la primera etapa del kirchnerismo.

Una vez alcanzadas las mayorías electorales y legislativas, el poder institucional y la gestión, antes que la alianza con la opinión pública, fueron los pilares políticos del Gobierno. A partir de ese momento, la confrontación pasa a ser un método más cercano a la oposición que al oficialismo. Hoy, ante los desafíos de la gestión y la sucesión, el kirchnerismo puro pierde más de lo que gana con la confrontación. Para los ex kirchneristas que ahora militan en la oposición, que son un grupo muy numeroso, el país dividido es la razón de ser de su nueva identidad política.

Viniendo de otro contrato representativo, semejante mudanza requiere de una fuerte justificación. La conversión siempre es fundamentalista. Si no estuviéramos ante una coyuntura excepcional, dramática, en la que todo está en juego, los ex kirchneristas estarían muy complicados frente al electorado. Arnold Schwarzenegger, el gobernador republicano de California que se opuso al giro a la derecha de su partido durante la era Bush, terminó su mandato y dio un paso al costado, previa publicación de una carta abierta a sus votantes en Los Angeles Times. Imaginemos el caso de que, en lugar de volver a la actividad privada, Terminator iniciaba una nueva etapa política, afiliándose al Partido Demócrata y trabajando por la candidatura de Obama: su carta, ya no de renuncia sino de conversión, hubiera sido mucho más dura porque sólo circunstancias excepcionales legitiman comportamientos excepcionales. Ya no hubiera estado en desacuerdo con su otrora presidente, Bush: el converso pasa a la resistencia contra un régimen súbitamente envilecido.

Está claro, también, las motivaciones de la prensa opositora. Clarín y otros grandes grupos están luchando contra una ley aprobada y sancionada que los condena a la venta de sus licencias. Su adversario ya no es un Gobierno legítimo que impulsó la ley de medios: es una asociación ilícita, avasalladora, que pone en juego la República. Los Kirchner ya no son los jefes políticos del oficialismo: son portadores de todo tipo de vicios y patologías.

La política dejó atrás los términos de una competencia normal, y requiere coaliciones excepcionales para cambiar la relación de fuerzas y detener la ley. Su aporte, fundamental en el sostenimiento del relato del país dividido, es entendible: pelean por su supervivencia. Y hay otro grupo al que el país dividido resulta funcional: el de los neokirchneristas que aspiran a la sucesión.

Carlos Floria, un destacado politólogo argentino recientemente fallecido, sostenía que el principal problema político del país era la sucesión, por que carecíamos de mecanismos constitucionales y partidarios que la garantizasen. Carlos Menem fue el primer presidente constitucional de la Argentina desde 1930 que pudo terminar su mandato y, hasta los Kirchner, ninguno fue capaz de entregar el bastón presidencial a otro del mismo partido.

La Presidenta, sin embargo, anunció el 25 de mayo que pretende otra década para el modelo iniciado entre 2002 y 2003. Sin reelección y tres períodos de gobierno en sus espaldas. Desde 1983, tenemos dos casos de sucesores fallidos: Angeloz en 1989 y Duhalde en 1999. Los dos habían tratado de despegarse de los gobiernos salientes para superar las limitaciones impuestas por el desgaste del tiempo. No lo lograron, a pesar de que sus propuestas de campaña habían sido más diferenciadoras con respecto a sus propios gobiernos que las de las oposiciones victoriosas. Ni el liberalismo de Angeloz ni el productivismo de Duhalde alcanzaron.

Pero ahora, los aspirantes peronistas a la sucesión están frente a la tormenta perfecta: entre 678 y Lanata, el centro geométrico de la política nacional quedó en manos de los neokirchneristas moderados. Con una ligera gestualidad de diferenciación, mucho más módica que los denodados esfuerzos de 1989 y 1999, los Scioli, los Massa, los Urtubey y todo otro habitante del “nuevo centro” puede sumar votos de todos los rincones.

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