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Elogio de la antigua partidocracia

06 noviembre de 2012

(Columna de María Esperanza Casullo y Martín Rodríguez)

El sistema de partidos tuvo su edad de oro en la década del '80. Actualmente, se encuentra polarizado y con un pronóstico reservado sobre su futuro cercano.

Aproximadamente desde 1983 hasta 2003 los partidos políticos argentinos vivieron una era que podría denominarse la “era de la gran moderación”. El retorno de la democracia tuvo como uno de sus más positivos productos el hecho de que los (por entonces) dos únicos partidos nacionales abandonaran sus anteriores coqueteos con lógicas políticas antiliberales (movimientista y populista para el PJ y antipopulista y desconfiado de la legitimidad electoral para la UCR) y abrazaran decididamente la “causa nacional” de la democracia.

El ascenso del alfonsinismo y la derrota del antiguo balbinismo fueron seguidas por una transformación casi mimética del PJ, que, espoleado por la Renovación Justicialista de Antonio Cafiero, decidió abandonar antiguas críticas hacia la democracia partidaria y transformarse de lleno en un partido político moderno. Tal vez, mirando retrospectivamente, pueda decirse que los años entre 1983 y 1989 fueron la edad de oro de los partidos políticos argentinos: dos partidos nacionales, ambos con amplia y profunda llegada a la sociedad, con afiliados que se contaban en millones, con renovada militancia juvenil y universitaria, con ámbitos de organización y democracia interna fuertes (en el caso del PJ, inclusive, con una inédita elección interna para elegir su fórmula presidencial).

Esta edad de oro de los partidos políticos pareció basarse en el hecho de que, tal vez por primera vez desde 1945, parecieron coincidir, si no en su ideología, sí en un diagnóstico común de qué hacen y para qué sirven los partidos políticos. Es posible que si uno les preguntara en ese momento, tanto Raúl Alfonsín como para Antonio Cafiero coincidieran en que los partidos políticos sirven para dos cosas: escuchar lo que la sociedad quiere, y canalizar y moderar sus reclamos. Esta visión veía a los partidos políticos como mecanismos para la agregación y el procesamiento de demandas sociales; embudos invertidos que recogerían en la sociedad lo que ésta quería, para trasladarlo “hacia arriba”, hasta las esferas más moderadas y profesionales del bipartidismo en donde se forjarían los necesarios consensos legítimos para sustentar políticas públicas plantadas en una virtuosa línea media.

Irónicamente, la edad de oro del bipartidismo argentino culminó con lo que debería haber sido su más alto pináculo y su logro, es decir, con el Pacto de Olivos. En una gran paradoja, una reforma constitucional, más que necesaria a priori para modernizar una Constitución con más de cien años de retraso, en la cual participaron y a la cual apoyaron los dos partidos nacionales más importantes, y en la cual se siguieron todos los pasos institucionales, terminó, sin embargo, en el descrédito generalizado y hasta ahora irremontable, en términos estrictamente electorales, del bipartidismo en la Argentina.

Sin embargo, y en otra llamativa ironía histórica, nadie fue mejor hijo del bipartidismo argentino de los ochentas que el partido que encarnó su quiebre, el FREPASO. Nadie expresó mejor que Carlos “Chacho” Alvarez las ideas de una década antes, es decir, que los partidos deben poner la oreja en tierra para descubrir qué es lo que la sociedad quiere, para traducir esa demanda en una oferta que la modere, la institucionalice e, inclusive, la despolitice. Si tanto Cafiero como Alfonsín veían al partido en función de una visión ideal de las fuerzas socialdemócratas de posguerra, Chacho Álvarez se miraba a sí mismo en el espejo de los partidos de la Tercera Vía: muchas encuestas y focus groups, relación directa con “la gente”, conferencias de prensa y “photo ops”.

Pero el privilegio de los profesionales de la política y de una visión tecnocrática y moderadora de la política no había cambiado. El kirchnerismo, resulta obvio decirlo, rompió con este consenso “noventista”. El kirchnerismo reformuló (un poco obligado por las circunstancias, un poco por convicción) la respuesta a la pregunta “qué es un partido”. El kirchnerismo respondió diciendo que un partido no sigue a la sociedad, sino que la precede; no se mueve detrás de ella, sino que va un paso adelante; un partido no debe moderar los humores sociales, sino cumplir una función entre vanguardista y didáctica: actuar, siempre actuar, aún en direcciones inesperadas, o a priori poco populares. No decimos, por supuesto, que este paso adelante se diera siempre en el vacío: los mejores momentos kirchneristas se dieron cuando el paso adelante pudo darse en direcciones que la sociedad ya había marcado como abiertas, como el matrimonio igualitario o la ley de democratización de medios.

Sin embargo, el talento del kirchnerismo en muchos casos fue dar con temas en los cuales le mostró a la sociedad que ella misma se daba cuenta de lo que quería luego de que la política se lo mostrara, no antes. Este aspecto confrontativo constante puede producir efectos desconcertantes en la sociedad (un “extrañamiento”, una saturación) e introduce efectos sobre los propios. Para eso deberíamos subrayar la relación del kirchnerismo con una era anterior: durante la primavera radical se podía no ser de la Coordinadora y, sin embargo, sí ser alfonsinista, o, en todo caso, simplemente radical. Digamos que había un “genérico” dentro de la identidad política que permitía no habitar el perímetro del poder o la experiencia más fanática, y sí ocupar espacios de pertenencia.

El kirchnerismo es reactivo a las zonas grises de la sociedad, por lo tanto, también lo es a sus propias zonas grises. A sus adhesiones más mesuradas o complacientes. Y así lo deja entender en los impulsos organizativos que tiene en pie: todos fibrosos, más parecidos al ideal nostálgico de una “Orga” que a la organización de tipo partidaria (que sería mucho más sensible a los ritmos democráticos básicos). En términos partidarios, hoy vivimos, parece, en otra era; la era de la moderación ha dado paso a la era de la polarización. Porque lo interesante es que ninguna fuerza partidaria argentina reivindica para sí una función canalizadora y moderadora de los reclamos sociales.

Por su parte, invita el kirchnerismo a una adhesión para la que elige una agenda estricta en la cual comprender su radicalidad. Con dispositivos eficaces puso la contradicción principal en la lucha antimonopólica contra Clarín. Clarín representa todo lo que el kirchnerismo no es y es productivo para el Gobierno que sea un “grupo de poder” y no un partido de poder. Barre el campo opositor o lo sitúa en condiciones desfavorables, sin “agenda propia” . A su vez, porque en el disciplinamiento del Grupo se consumaría una suerte de disciplinamiento de la burguesía en general. Clarín, según el relato de Papel Prensa, resulta el emergente más visible en que lo “civil” de la última dictadura se hizo cuerpo.

Sin embargo, esta polaridad, que atraviesa lo que queda del sistema de partidos también puede terminar de destruirlo o, en su defecto, no alumbrar una recomposición fácil. El kirchnerismo ha decidido, por el momento al menos, polarizar; cabe preguntarse qué sucederá si la apuesta es simétrica del otro lado. Los partidos opositores, de la UCR al PRO, se entienden a sí mismos ante todo como opositores a, más que representantes de. A su vez, la sociedad misma parecería solicitar algunas dosis de moderación. El kirchnerismo logró mejores resultados electorales en 2011, con un discurso centrado en valores positivos, que en 2009, con el contexto fresco de la crisis del campo; y, en la oposición, aquellas fuerzas con discursos centrados en la gestión territorial (PRO, FAP) tuvieron mejores resultados que las centradas en la polarización con el kirchnersimo, como la CC. Sin embargo, no vemos, hoy, partidos “moderadores” en la oposición, sino, en todo caso, partidos que intentan invisibilizarse, que no es lo mismo.

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