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¿Todos desunidos triunfaremos?

19 junio de 2012

La virtual fractura de la CGT sería una victoria con sabor amargo para el Gobierno.

El duelo entre Hugo Moyano y el Gobierno alcanzará a partir de estas semanas su clímax. Se juega la capacidad del líder camionero de retener la conducción de la CGT frente al embate de la coalición coyuntural de Gordos y flacos, renovadores y restauradores, que buscan desplazarlo. Y se juega también la apuesta del Gobierno de neutralizar un poder sindical potencialmente confrontativo y de meter mano en un reordenamiento del mapa del sindicalismo, aunque pocos de los aliados con los que cuenta la estrategia para desbancar a Moyano se identifiquen como incondicionales kirchneristas. Se juega, en fin, el destino de la “alianza estratégica” entre el Gobierno y el movimiento obrero que ambos sectores pregonaron desde 2003 y que empezó a bifurcarse el año pasado.

Es una pulseada que tendrá ganadores y perdedores pero también un juego de billar en el que se practican las carambolas: unas bolas pegan contra otras para empujar a la que se quiere introducir en el hoyo. Y también una partida de ajedrez en la que la reina de las blancas y el rey de las negras mueven torres, alfiles, caballos y peones para controlar el tablero. En esa partida desigual, Moyano lleva las de perder pero se hace fuerte en la batalla. El Gobierno puede lograr su cometido de menoscabar el poder del contrincante, pero tendrá poco que celebrar al momento de consumarse una nueva división entre una CGT alineada y otra CGT no alineada.

Algo similar a lo que ya pasó con la CTA, tal como Santiago Senén González lo ha venido exponiendo en recientes artículos. Un sindicalismo dividido, reza el apotegma, no le conviene a ningún gobierno, aunque en lo inmediato ofrece una ampliación de las oportunidades para los distintos sectores al abrir un juego que hasta ahora había sido básicamente bilateral entre Cristina y Moyano. La Presidente se dedicó a enviar señales de todos los modos posibles a los dirigentes gremiales. Lo hizo cuando los mandó a releer la historia del sindicalismo argentino, con una pregunta que encerraba un mensaje cifrado, tanto para Moyano y sus huestes, como para el metalúrgico Antonio Caló y quienes apuestan con él ?o a sus costados? a una ¿renovación? en la conducción cegetista.

“¿Alguien se acuerda quién era el líder de la CGT cuando gobernaba Perón?”, desafió Cristina. Estaba claro que quería relativizar el rol de los líderes sindicales en las conquistas que los trabajadores obtuvieron con el primer peronismo. Pero el mensaje puede leerse también de otro modo. Los más memoriosos o conocedores de esa historia recordaron de inmediato la figura de José Espejo, aquel ignoto dirigente sanjuanino, del gremio de la alimentación (también un camionero), que llegó a la conducción de la CGT de la mano de Evita a fines de 1947, luego de los sucesivos descabezamientos de Aurelio Hernández y Luis Gay, dirigente telefónico que se había convertido en un principal referente del laborismo junto a Cipriano Reyes. Espejo resume en su trayectoria el camino que fue del sindicalismo reivindicativo al sindicalismo de Estado y de la autonomía frente al poder político a la adhesión incondicional al Gobierno y el encuadramiento de la CGT como columna vertebral del movimiento peronista, cosa que ocurrió, efectivamente, a partir de 1950.

Nadie recuerda mucho a Espejo; tampoco el precio que pagó por su lealtad y devoción: tras la muerte de Evita, terminó defenestrado por una movida animada por trabajadores metalúrgicos que mantenían uno de los tantos conflictos que soportaba el segundo gobierno de Perón, y que fue reemplazado por un nuevo “incondicional”, el farmacéutico Eduardo Vuletich, del que pocos se acuerdan, quien a su vez fue sucedido por Hugo Di Pietro, que pasó de tratar con Perón a hacerlo con Lonardi. En el ranking de los liderazgos sindicales más recordados seguramente ganarán aquellos que se atrevieron a desafiar a los liderazgos que parecían indiscutidos: Augusto Vandor, Agustín Tosco, Raimundo Ongaro, Saúl Ubaldini.

Otra historia es cómo les fue en esas batallas, en tiempos tan diferentes a los actuales. Unos murieron peleando; otros fueron víctimas de conjuras y traiciones; otros terminaron en solitarias bancas en el Congreso, una evolución que le hizo mucho bien a la democracia pero poco rédito llevó a las huestes del sindicalismo. Y hasta un caso único en el mundo, como el de Ongaro, a quien todos recuerdan por la CGT de los Argentinos como ejemplo del sindicalismo combativo, pero de quien pocos tienen presente que sigue siendo el secretario general del sindicato gráfico; el caso de más antigua permanencia al frente de un gremio, superando a los más notorios Armando Cavalieri, Ramón Baldassini y Oscar Lescano.

En ese andarivel se está moviendo con habilidad Moyano, apelando a las “viejas” banderas de la lucha sindical, rindiendo homenajes a la memoria de Ubaldini como un símbolo de la “resistencia” y el reclamo y evocando los tiempos del MTA hace veinte años, cuando se fraguó otra división en la CGT entre más cercanos y más distantes al Gobierno de Carlos Menem y sus reformas privatizadoras. Ni Moyano ni Caló quieren ser, por supuesto, ni el Ubaldini ni el Espejo de esta historia. Pero quien aspire a conducir la CGT debe tener siempre presente las lecciones del pasado. Una, en un gobierno peronista, ni muy desafiante ni muy obsecuente. Dos, para un sindicalista peronista, nada más difícil que tratar con un gobierno peronista. Tres, todos apelarán a la unidad pero tenderán a la división. Cuatro, todos se legitimarán confrontando pero también negociando. No es hasta aquí una pelea entre dos modelos. Como lo ha dicho Víctor Santa María, de los encargados de edificios, “hoy, la diferencia pasa por los estilos”.

(De la edición impresa)

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