jue 25 Abr

BUE 16°C

Constitucionalismo, democracia y cultura

31 mayo de 2012

(Columna de Iván Petrella, director académico de la Fundación Pensar)

Para la clase dirigente, los cambios institucionales son una manera de excusarse y absolverse de sus propias responsabilidades.

¿Conviene a nuestro país realizar una reforma constitucional desde una democracia presidencialista hacia una de tipo parlamentario? Varias figuras relevantes del espectro político nacional han expresado una preferencia por la segunda. Por ejemplo, Raúl Alfonsín, en su momento, destacó que un régimen parlamentario equilibraría la relación entre el Presidente y el Congreso, minimizando así el riesgo del desbalance institucional que conlleva un presidencialismo hegemónico con una Legislatura devaluada.

Según Eugenio Zaffaroni, su importancia surge de todo lo contrario: el parlamentarismo le facilitaría al Poder Ejecutivo el armado de un bloque propio en el Congreso facilitando la gobernabilidad. Por su parte, Hermes Binner ha dicho que el parlamentarismo es más flexible y, por ende, permite reencauzar un gobierno ante una crisis. Tanto Néstor Kirchner como Eduardo Duhalde expresaron preferencias por el parlamentarismo. Mi respuesta a este debate tiene dos partes.

En primera instancia, es un debate absolutamente superfluo a nuestra realidad. Se podría esgrimir una serie de argumentos académicos y teóricos diciendo, por ejemplo, que bajo el actual contexto político una reforma no haría más que reforzar la concentración de poder en la figura del titular del Poder Ejecutivo. Está claro que el parlamentarismo, en un sistema con partidos débiles, una oposición fragmentada y en ausencia de una auténtica división de poderes, permitiría que el primer ministro ocupe el mismo lugar que el Presidente y concentre la misma cantidad de poder. En el caso de contar con el apoyo de una mayoría parlamentaria, sería aún más poderoso que el Presidente ya que dificultaría la alternancia en el gobierno.

Además, no se debe perder de vista que las reglas e instituciones del nuevo sistema serían diseñadas por quienes se encuentran hoy en día en el poder para su propio beneficio e interés. También se podría argumentar que una de las virtudes del presidencialismo es que permite introducir un factor “sorpresa” en la política: aquellos que llegan al cargo máximo pueden no pertenecer a ninguno de los partidos tradicionalmente dominantes.

En los regímenes parlamentarios de larga data, como el inglés, esto es casi imposible: allí donde hay dos partidos tradicionales y fuertes, el jefe de Gobierno resultará de sus filas, dificultando el acceso a este cargo a personas no pertenecientes al establishment político. Son todos buenos argumentos para rechazar una reforma, pero ninguno es el argumento que realmente importa ya que soslayan el tema fundamental de las actitudes y conductas que sostienen a nuestra democracia.

La democracia, como argumentaba el filósofo norteamericano John Dewey, no es meramente un sistema de elección y renovación de dirigentes políticos. Es una actitud hacia la vida en sociedad que implica un compromiso por el respeto hacia el prójimo, la libre discusión de ideas, el diálogo y la experimentación como método de resolución de problemas y la mirada puesta en el futuro. Dewey sostenía que había que dejar de pensar que nuestra conducta era moldeada por un sistema que estaba por encima de nosotros para darnos cuenta de que ese sistema también es el resultado de nuestras conductas, hábitos y proyecciones del futuro. Incorporar esta comprensión de la democracia cambia el foco del debate sobre presidencialismo y parlamentarismo.

Lo fundamental es indagar sobre la cultura y las actitudes de la clase dirigente y de la sociedad en general. Como decía Montesquieu, “las mejores leyes nacen de las costumbres”. ¿Qué nos hace pensar que políticos y funcionarios que no respetan las reglas de un régimen presidencialista respetarían las de un sistema parlamentario? ¿Qué nos hace pensar que dentro del parlamentarismo la sociedad se vería menos dispuesta a tolerar atropellos institucionales y actos de corrupción?

La conclusión obvia es que cambiar de sistema sin cambiar de hábitos es inconducente. “Dejemos de robar por dos años muchachos”, como afirmaba Luis Barrionuevo, y la calidad de nuestra democracia va a mejorar. Lo demás es superfluo y afirmar lo contrario es, por lo menos, pecar de iluso.

La segunda parte de mi respuesta a este debate se basa en dejar volar la imaginación y atrevernos a pensar más allá de los presidencialismos existentes. Ya que el debate teórico es eso, teórico nomas, ¿por qué no ser más audaces en las reformas propuestas? Podríamos tomar como base algunas ideas de Roberto Mangabeira Unger, profesor de derecho de la Universidad de Harvard, en su propuesta para reformar el presidencialismo brasileño.

En este sentido, podríamos otorgarle al Congreso la atribución de censurar a los ministros con sólo una mayoría simple, obligando al Presidente a sustituirlos y dándoles mayor poder a los legisladores sobre la composición del Ejecutivo. Podríamos también incorporar la distinción entre legislación ordinaria y aquella correspondiente a reformas estructurales relacionadas con el plan de gobierno del Presidente. Estas últimas deberían tener prioridad en el tratamiento legislativo.

De existir un conflicto entre las propuestas programáticas del Presidente y las del Congreso, se admitiría la posibilidad de convocar a un plebiscito cuyos términos deben ser acordados por ambos poderes, delegando el poder de decisión en los ciudadanos. Por último, Unger propone la posibilidad de resolver una situación de inmovilismo entre el Poder Ejecutivo y Legislativo a través de la disolución del Congreso o la convocatoria a nuevas elecciones para reemplazar al Presidente, otorgándole a ambas ramas de gobierno la atribución de disolverse mutuamente, convocando a elecciones anticipadas. Todas estas medidas introducirían flexibilidad a nuestro sistema presidencial, característica que ha sido siempre considerada como propia de los regímenes parlamentarios.

La fijación con el parlamentarismo y la creencia en que las debilidades de nuestro sistema democrático son consecuencia de un determinado armado institucional sirve para borrar del escenario malos manejos, ideas y visiones de país equivocadas, irresponsabilidades; en fin, fracasos de actores políticos y sociales. Para la clase dirigente, el enfoque estrictamente institucional es una manera de excusarse y absolverse de la responsabilidad que le cabe en nuestras crisis políticas y económicas. No nos engañemos. Podríamos, a lo Unger, reinventar las formas constitucionales de nuestra democracia pero de nada serviría si antes no nos reinventamos como políticos, empresarios, y ciudadanos.

(De la edición impresa)

En esta nota

últimas noticias

Lee también