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¿Una Constitución para cada época?

20 mayo de 2012

Una nueva reforma presidencialista acercaría al kirchnerismo a aquello de lo que quiere distanciarse.

De los distintos argumentos esbozados para recubrir las motivaciones evidentes del relanzamiento de la idea de una reforma constitucional como leit motiv para el 2012- 2013 ?la habilitación de la continuidad de CFK más allá del 2015? el más revelador es el que señala que cada época “necesita” una Constitución, adaptada a sus necesidades y desafíos. La Constitución deja de ser, entonces, el continente que alberga a la totalidad de los argentinos y a pluralidad de intereses, proyectos y dinámicas de conflictos y consensos que caracterizan a la vida política democrática para convertirse en una herramienta más, si se quiere la más definitoria y decisiva, al servicio de un gobierno, proyecto o modelo político dominante. Su prueba de consistencia y durabilidad será, por consiguiente, la del mayor o menor éxito de ese gobierno en el logro de sus propósitos políticos.

Con esta filosofía constitucional, el kirchnerismo no se aparta mucho de su espejo negativo de veinte años atrás, el menemismo: “La transformación del Estado que se está llevando a cabo ?escribió uno de sus arquitectos, Roberto Dromi, en 1992? exige que la Constitución no sea ajena a esos cambios (?) Es imperioso darle estabilidad constitucional a los principios y objetivos de la reforma del Estado para garantizar la irreversibilidad del camino ya recorrido, (y) asegurar que el camino a recorrer continúe en la misma dirección?”.

No muy distinto de lo que hoy se llama “profundización del modelo” y su versión vulgar “vamos por todo”. Al mismo tiempo, se postulaba entonces la necesidad de incorporar la reelección presidencial con un explícito reconocimiento de la supremacía axiológica del liderazgo plebiscitario por sobre el orden legal existente: “Hay que entender que hay un tiempo para todo ?explicaba Dromi en un reportaje a la revista Gente (“Yo soy un obrero, Menem es Le Corbusier”, 15/7/93)? y la alternativa hoy es: reelección aquí y ahora. Además, si el pueblo quiere más de lo mismo, ¿quién tiene el derecho a decirle que no?

Estamos ante un problema democrático y hay que resolverlo: el pueblo y la transformación necesitan del mismo estratega y el mismo conductor”. En aquel entonces se trataba de habilitar una reelección presidencial que estaba vedada por la Constitución. Veinte años después, se utilizan similares argumentos, tal como quedó reflejado en la jornada realizada en abril en la Facultad de Derecho de la UBA convocada bajo el título “El actual Estado y la actual Constitución Nacional ¿permiten pensar la Argentina del Siglo XXI?”. Aunque algunos lo piensan para introducir la reelección presidencial indefinida y otros para ir hacia un cambio más profundo en el sistema político.

El constitucionalista Raúl Gustavo Ferreyra, uno de los referentes académicos de la nueva movida reformista y partidario a la vez de ir hacia un mayor parlamentarismo, escribió hace diez años una lúcida crítica del autocratismo presidencial argentino. Así es como lo definió: “Un presidencialismo hipertrofiado que se intentó corregir vanamente con la reforma constitucional de 1994” (La Constitución vulnerable, Ed. Hammurabi, 2002, p.77). La expresión más acabada de esta hipertrofia, explicaba entonces Ferreyra, fue la Ley 25.414 de delegación de facultades legislativas, por la cual el Congreso transfirió, citamos textual, “el centro de la decisión política a tecnoburócratas del Ejecutivo sin responsabilidad política, por encima de la búsqueda de soluciones parlamentarias dialogadas”.

La justificación de las facultades delegadas era, claro, que el país se encontraba sumergido en la peor crisis económico-financiera de su historia, con cifras récord de desempleo y pobreza. La salida de la crisis con el mismo sistema presidencialista, no sólo sin cambiar la Constitución sino también manteniendo su vigencia bajo cláusulas implícitas y explícitas de emergencia y excepcionalidad, llevó a muchos a la conclusión de que el menemismo no era una deformación por el sistema de poder que había instalado sino por la orientación económica que tenía su ejercicio. Cambiando la orientación del barco, nada indicaba que deberían introducirse también cambios en la “sala de máquinas” (como bien señaló en un reciente artículo Roberto Gargarella): todo el poder al timonel es la fórmula más ajustada a nuestra idiosincrasia.

Ferreyra escribía entonces algo que sería bueno recordar hoy: “La superación de las patologías observables exige, a no dudarlo, empezar por aplicar seriamente los principios y las reglas constitucionales antes que pensar en su eventual modificación, reduciendo el elemento autocrático y perfeccionando el democrático”. El debate queda mejor planteado en estos términos: ¿Concentrar o limitar el poder? ¿La política es la que organiza “desde arriba” a la sociedad o la sociedad es la que reorganiza “desde abajo” a la política? ¿La Constitución debe estar por debajo o por encima de los gobiernos?Y éstos, ¿deben estar sujetos a las leyes o éstas sujetadas a las necesidades y urgencias del poder político de turno?

Dos concepciones, también, de la democracia: las mayorías imponiendo su voluntad sobre las minorías a través de gobiernos presidencialistas con amplias prerrogativas, o las minorías plurales y diversas componiendo mayorías dinámicas, con gobiernos que expresen e instrumenten las políticas derivadas de tales consensos. Se reedita, de tal modo, el debate de la reforma constitucional del '94, entre la interpretación decisionista e hiperpresidencialista, y la interpretación más cercana al semipresidencialismo y la democracia participativa. El kirchnerismo, ocupando el centro del tablero político, sigue conteniendo esa contradicción.

(De la edición impresa)

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