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El aporte argentino a la transición chilena

02 enero de 2012

(Reseña escrita por Roberto Russell)

Un libro analiza la contribución del gobierno de Alfonsín al proceso de democratización en Chile y en otros países.

Con su reciente libro “El Caso Chile” Jesús Rodríguez hace una contribución al conocimiento del papel que jugó el gobierno de Raúl Alfonsín a favor de la transición de Chile a la democracia. Muchos son los aspectos que merecen destacarse de la obra; me detendré tan solo en cuatro. Primero, y en un momento en el que ha resurgido en nuestro país la propensión de algunos compatriotas a poner los procesos históricos en blanco y negro, a separar las figuras de nuestra historia entre “buenos bonísimos” y “malos malísimos”, como lo acaba de escribir Julio María Sanguinetti en un artículo publicado el 7 de diciembre en La Nación, el trabajo de Rodríguez hace todo lo contrario: reconoce que la materia que trata no admite explicaciones simples.

Tomemos por caso el papel diferente de los gobiernos de Estados Unidos en el proceso político chileno desde la caída de Salvador Allende hasta la asunción de Patricio Aylwin en 1990. Prevalece en nuestro medio una lectura simplista que suele colocar a Washington siempre al lado de Autusto Pinochet. De nuevo, malos con malos. Por el contrario, el autor nos muestra que Estados Unidos favoreció con Richard Nixon el golpe que derrocó a Allende y contribuyó de manera importante a que sucediera, fue duro con Pinochet en los años de James Carter, amistoso con Ronald Reagan en el marco de su política de “diplomacia silenciosa”, que también llegó a la Argentina y, finalmente, fue ese mismo gobierno el que dio impulso a la transición de Chile a la democracia, por razones que no viene a cuento traer aquí y que están muy bien explicadas en el libro.

Rescato entre ellas, el impacto que ejerció la Guerra de Malvinas en el cambio de la política de la administración Reagan hacia los gobiernos militares del Cono Sur, vistos a partir de ese momento como poco confiables y previsibles. El segundo aspecto que me atrajo del libro es el que remite a uno de los debates centrales en la disciplina de las relaciones internacionales: la relación que existe entre tipo de régimen político y conducta externa de los Estados. Sobre este punto, el autor hace una contribución plena de matices y nos aporta provechosa información para cuestionar la tesis dominante en la literatura sobre política exterior argentina que percibe esta relación como meramente contingente, al decir de autores como Carlos Escudé y Joseph Tulchin.

Contamos con suficiente evidencia para saber que el vínculo entre tipo de régimen y política exterior no es determinante. Jesús Rodríguez muestra, por ejemplo, que no hubo muchas diferencias de fondo en la relación que establecieron con la dictadura chilena los gobiernos de Isabel Perón y del Proceso. Sin embargo, las páginas que el autor dedica a la política exterior de los años de Alfonsín reúnen datos robustos para concluir que el tipo de régimen tuvo un impacto cualitativo en esa política. Para el gobierno de Alfonsín, la política exterior fue un instrumento fundamental de la consolidación democrática y la democracia, a su vez, fue definida como una condición necesaria de la paz y la estabilidad regionales. El debate sobre la relación entre tipo de régimen y política exterior que retoma el libro adoptando una posición cercana a la tradición liberal en las relaciones internacionales es de una gran significación para nosotros. Recordemos que la última dictadura militar argentina es un caso de manual sobre comportamientos que responden al tipo ideal de política exterior propia de un régimen autoritario: hizo una guerra, estuvo a punto de iniciar otra, intervino en un golpe militar en un país vecino (Bolivia), ayudo a entrenar tropas para derrocar a un gobierno extranjero (el sandinista en Nicaragua) y violó sistemáticamente los derechos humanos. Nada de esta naturaleza ocurrió durante los veintiocho años de democracia que ya lleva la Argentina; por el contrario, el país asumió compromisos en defensa de la democracia, los derechos humanos, la paz y la seguridad internacionales.

Paso al tercer aspecto que quiero destacar y pasar de una variable estructural, como el tipo de régimen, a una variable individual, el papel de los presidentes en la política exterior. El autor concluye el capítulo cuarto señalando, en la página 140: “Tanto en el caso chileno, como en el de otros países vecinos, Alfonsín contribuyó directa o indirectamente a dotar a las fuerzas opositoras a los diversos regímenes autoritarios de la región de instrumentos discursivos, recursos de análisis y justificaciones para la democratización”.

Esta conclusión sobre el papel central de los presidentes en la política exterior puede

extenderse también a Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. No me refiero a las facultades que la Constitución les otorga en la conducción de las relaciones exteriores del país, sino a la concentración del proceso de toma de decisiones y a la adopción de papeles protagónicos y de medidas fundamentales de la política exterior que sólo se explican por los atributos personales de cada presidente. Y aquí entran temas de enorme importancia para el estudio de la política exterior argentina, como la consulta popular no vinculante por el Beagle de Alfonsín, su papel en las transiciones en el Cono Sur, la decisión de Carlos Menem de participar en la primera Guerra del Golfo o de retirar a la Argentina del Movimiento de Países No Alineados, o la de Néstor Kirchner de pagar al contado la deuda con el FMI empleando reservas del Banco Central.

El libro de Rodríguez destaca la relevancia de la variable “presidente”, en el marco

en el que la estoy situando, y nos abre un camino interesante que merece profundizarse. Por último, el libro pone el énfasis en la forma en que la experiencia argentina influyó en la oposición chilena. Nos habla de un “proceso de aprendizaje” que vivió una clase política, que tenía antecedentes para gobernar y oponerse en democracia, pero que carecía de conocimientos y de memoria histórica en la lucha política bajo dictaduras. Como lo explica el autor, este aprendizaje fue clave para comprender, entre otras cosas fundamentales, que el derrocamiento de Pinochet era inviable y que sólo era posible derrotarlo políticamente mediante la conformación de un frente opositor unido.

Este punto me sugiere dos reflexiones a modo de conclusión. Primero, me quedo con la impresión de que sabemos bastante poco sobre procesos de aprendizaje recíprocos en América Latina, que seguramente han tenido lugar y que no han sido reconocidos o estudiados. El autor abre aquí también una puerta a temas que merecen explorarse. Segundo, y en estrecha relación con el punto anterior, pero aplicado específicamente

a la Argentina, sería muy interesante, tal como lo hace Rodríguez cuando analiza lo que aprendieron los chilenos de nosotros, estudiar qué es lo que hemos aprendido nosotros de otras experiencias valiosas. Es probable que haya numerosos ejemplos en estos años de democracia.

Mirando hacia adelante, ojalá encontremos o sigamos experiencias de otros que nos enriquezcan, nos ayuden a prevenir problemas y a no repetir errores y aprovechar oportunidades. Para ello, como es claro, se requiere una actitud y una apertura mental similar a la que tuvo en su momento la oposición chilena y estar más dispuestos a escuchar y a aprender que a dar lecciones.

(De la edición impresa)

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