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Larreta, Fernández y la unidad como activo electoral

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22 diciembre de 2020

Por Nicolás Solari (*)

Un nefasto 2020 llega a su fin. Lo padeció el mundo entero, aunque ese es un consuelo vano. Tal vez porque el año arrancó cargado de expectativas, el desplome fue arrasador. Tras la debacle económica de 2019, el país estrenaba un gobierno que prometía “encender la economía” y “unir a los argentinos”. Por supuesto no eran todas rosas, la coalición gobernante amanecía bajo el símbolo de Jano, el dios de las dos caras. Cristina Kirchner, la figura más polarizante de Juan Perón a esta parte, se proyectaba como una sombra espesa sobre la autoridad de Alberto Fernández, atizando las dudas sobre quién tendría la palabra final en las múltiples encrucijadas que afrontaba el país. El Frente de Todos, ese formidable engendro electoral pergeñado por Cristina Kirchner para aplastar al macrismo debía aún demostrar su plasticidad para administrar la cosa pública.

Cuando todavía se celebraban los saturnales del regreso al poder, el Covid-19 entró como una tromba a la vida de los argentinos. Al Gobierno lo tomó por sorpresa. La figura más celebrada del gabinete, Ginés González García, había vaticinado que el país estaría a salvo. El error de cálculo no privó al presidente de tomar la iniciativa. Casi por casualidad halló en la pandemia la posibilidad de construir una épica propia. Los primeros pasos fueron auspiciosos, el arco político se encolumnó detrás del mandatario, con Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof como abanderados. La discusión del liderazgo gubernamental se acalló ante la atronadora taciturnidad de la vicepresidenta y los índices de aprobación gubernamental tocaron el cielo. Eran los meses de gloria del Presidente.

Pero tras la cuarentena y las encuestas se escondía un inmovilismo extraño a la genética del peronismo. El mandatario no construyó poder, no protegió la economía y no definió un programa de gobierno. Demasiados errores para un presidente cuestionado en su legitimidad de origen. Su maestro Néstor Kirchner, hizo más con menos, allá por los albores de su Gobierno.

Cuando la gente no toleró más la cuarentena, cuando la economía se pulverizó y la oposición ganó la calle, el presidente quedó herido. Hasta Cristina Kirchner recuperó la voz para denunciar las flaquezas de Alberto y su gabinete. Las evidentes desavenencias entre los sectores que conforman la heterogénea amalgama del Frente de Todos, y la frialdad de la relación entre el presidente y su vice, comenzó a hacerse cada vez más patente en temas económicos, judiciales, previsionales, fiscales, de seguridad y de política exterior. Casi no hubo área que no expusiera las tensiones de la coalición gobernante. Tiranteces que ahora se reflejan en el debate sobre la conveniencia de suspender las PASO, una iniciativa promovida por los gobernadores, bendecida por el gobierno y resistida por el camporismo. El meollo de la cuestión radica en que los caudillos provinciales aspiran a blindar sus distritos, pero no de la oposición, sino de la organización liderada por Máximo Kirchner, que con estructura y recursos es hoy la columna vertebral del cristinismo.

Las tensiones en la coalición gubernamental tienen su continuidad en las que ralean a la oposición. Hoy por hoy Juntos por el Cambio afronta dos desafíos. Puertas adentro, el debate sobre su posicionamiento político generó dos grupos netamente diferenciados. Los duros, encabezados por Mauricio Macri y representados en la voz de Patricia Bullrich, y los moderados, con una dinámica más horizontal pero con referencia obligada en el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta. El desafío de unos y otros es canalizar sus ambiciones sin quebrar el espacio, que resulta un activo incalculable a la luz de la experiencia de 2007 y 2011. Puertas afuera, la amenaza proviene del grupo de economistas liberales referenciados en José Luis Espert, Javier Milei o Ricardo López Murphy, que abrevan de una parte del electorado que Juntos por el Cambio reivindica como propio.

El oficialismo trata y tratará de promover las desavenencias de la oposición. Tras el breve idilio que vivieron Larreta y Fernández ?y que le permitió al Jefe de Gobierno cosechar guiños en el electorado peronista-, el gobierno eligió polarizar con el mandamás porteño para explotar sus crecientes diferencias con Macri. Divide et impera. Cuando Larreta aceptó el convite y se subió al ring nacional, el Gobierno respondió podando la caja de la Ciudad, esa que lo transformó en un gestor eficiente, un dirigente autónomo y un candidato de proyección nacional. Sin dinero todo será más difícil. Acaso lo sepan Macri y Larreta que, pese a sus discrepancias, comparten mucho más de lo que mantiene unido al peronismo. Hace unas semanas Macri declaró que el parricidio sería tan desgraciado como fútil, ya que sus ambiciones se supeditan a las del espacio. El encuentro público de los socios fundadores del PRO durante la semana pasada fue una rúbrica de unidad de cara a la elección legislativa del año próximo. Sin 2021 no hay 2023 y sin unidad no hay mañana.

El proceso electoral del año próximo definirá dos cuestiones con la potencialidad de cambiar el rumbo de la política. En términos legislativos, Juntos por el Cambio es quien más arriesga. Pone en juego en la Cámara Baja 60 bancas que obtuvo en la elección de 2017, cuando ganó en 13 de las 24 provincias -incluyendo las dos Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Mendoza y Entre Ríos-, una quimera difícil de repetir. Si perdiera 10 de esas bancas a manos del Frente de Todos, el oficialismo obtendría quórum propio y controlaría ambas cámaras, un activo tan valioso como explosivo en manos de un partido con frecuentes pulsiones hegemónicas. Desde el punto de vista político, es el gobierno quien más pone en juego. Una derrota teñiría de dudas el futuro de la coalición, radicalizaría las posiciones de sus actores clave y fomentaría la deserción de los sectores moderados.

Paradójicamente, casi ninguna de las principales figuras de la política vernácula será candidato el año próximo. Alberto Fernández, quien se juega buena parte de su supervivencia; Cristina, quien persigue la caída de sus procesamientos; Máximo, Sergio Massa y Kicillof, todos aspirantes a delfín; y Horacio Rodríguez Larreta, el muchas veces subestimado Jefe de Gobierno que hoy emerge como el principal candidato opositor, ostentan cargos electivos y moverán sus fichas sin necesidad de poner el cuerpo. Macri seguirá en el llamo, por convicción y porque nadie sabe a ciencia cierta si suma más de lo que resta. Vidal, el alter ego femenino de Larreta, es hoy la única figura que evalúa seriamente una candidatura: sus deseos están en la Ciudad pero el espacio la necesita en la provincia.

Ganar las legislativas es -de todos modos- condición sine qua non de nada. Argentina es fructífera en ejemplos de candidaturas legislativas exitosas que naufragaron al rumbear hacia la Casa Rosada. Francisco de Narváez y Massa pueden explicarlo al dedillo. La cuestión tiene que ver con la velocidad a la que se mueve la política argentina. Ejemplos sobran. Cobos era un número puesto en el radicalismo luego de su voto no-positivo, tres años después no fue siquiera candidato. Rodríguez Larreta parte en mejores condiciones. Como Fernando de la Rúa y Macri antes que él, gobierna el distrito de mayor y mejor visibilidad del país; además forma parte de un estructura nacional que garantiza un interesante piso electoral y; a tres años del recambio presidencial, es el dirigente mejor valorado del país, gracias a las adhesiones que consigue más allá del electorado de Juntos por el Cambio. El desafío no es nuevo. Se trata de conservar esos activos de un escenario de crisis económica, malhumor social y tensión política. Tempus edax rerum.

(*)Director de RTD

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