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Ciudadanías para armar

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06 agosto de 2020

por Analía Orr (*)

Las ciudadanías múltiples e inestables, configuran un territorio de heterogeneidades institucionalizadas, que es preciso gestionar

La ciudadanía es un proceso político que se desarrolla en el tiempo, y también en el espacio. Ese proceso, originalmente situado en la ciudad, suele cristalizarse en una posición o condición de ser ciudadano, asociada a derechos y obligaciones en el marco de una comunidad más amplia. Esa identificación suele requerir el desarrollo de una subjetividad pertinente.

Hemos estudiado el proceso histórico, social y político por el cual la ciudadanía incorporó, a través del tiempo, nuevas dimensiones de reconocimiento de derechos civiles, políticos, sociales, culturales y ambientales, entre otros. Ya sea que pensemos la ciudadanía en términos de distintos tipos de derechos, cuyo reconocimiento ocurre en una sucesión de siglos, o en clave de generaciones de derechos que no pueden comprenderse de modo lineal sino superpuesto y móvil, estaremos frente a un proceso que -en la modernidad- registra una fuerte ligadura con el territorio del Estado-Nación.

Es claro que el paradigma de los Derechos Humanos atraviesa las fronteras y reclama la efectividad de los derechos más allá de ellas. Pero lo que también sabemos es que a la hora de solicitar un terreno para construir una vivienda, acceder al sistema de salud o inscribir un niñx en la escuela, puede no ser lo mismo ser sueco que argentino, y no digo que lo primero sea, necesariamente, mejor que lo segundo. La ciudadanía y la nacionalidad territorializada están aún relacionadas y entre ellas se teje la trama de los derechos.

Ahora bien, hay otra forma en la cual la ciudadanía es un proceso que se desarrolla en el espacio, en el territorio: el ejercicio de derechos también es desigual hacia adentro de las fronteras de los Estados. Esta desigual efectividad de los derechos ha sido estudiada por la Ciencia Política desde hace décadas (O'Donnell, 1993), pero en términos de un déficit que podemos pensar relacionado con la capacidad estatal, el poder infraestructural o, desde otra perspectiva, con la democratización.

Hasta aquí, una historia conocida. Pero la respuesta estatal multinivel frente a la pandemia del Covid-19 nos puso frente a otro problema: la consagración institucional de una variedad de ordenamientos jurídico-políticos que establecen qué se puede y no se puede hacer según la geografía que habitamos. Y la inestabilidad o provisoriedad asociada a esas disposiciones no disminuye sus impactos. Por ejemplo, mientras leemos que Omar Perotti anuncia el requisito de hisopado negativo para ingresar a Santa Fe, en Chubut nos recuerdan que toda la provincia está en Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio -excepto Comodoro Rivadavia y Rada Tilly-, Jujuy regresa a una cuarentena estricta, la Ciudad de Buenos Aires estrena salidas recreativas diarias, y en Neuquén se abren los bares. Y podríamos extender esta enumeración varios párrafos más.

Es importante notar que ya era problemático lidiar con los déficits en el ejercicio de derechos a lo largo del territorio y en las relaciones sociales que sobre él se despliegan. Esa desigualdad nos ponía una y otra vez frente a la evidencia de lo incompleto, lo pendiente de nuestra democracia y en relación con el funcionamiento del Estado. Pero la actualidad de ciudadanías múltiples e inestables, con una pluralidad de regulaciones subnacionales y hasta locales, permisos y prohibiciones en torno a la pandemia, configuran un territorio de heterogeneidades sinceradas, institucionalizadas, que es preciso gestionar.

Hoy la ciudadanía es más desigual que ayer, y no por déficit sino por orden. Que se trate de un orden transitorio no debería resultar un aliciente en tanto y en cuanto carecemos de certezas en relación con la producción de vacunas u otra solución que permita pensar en superar la pandemia. Además, quienes estudiamos la política sabemos que lo transitorio puede sobrevivirnos a todes.

Esta institucionalización de la vida desigual, de múltiples ciudadanías, ¿es responsabilidad de los políticos? ¿es efecto ineludible de nuestro federalismo? ¿es resultado del comportamiento rebelde de algunas comunidades? ¿es culpa de los runners? No, es consecuencia de la necesidad de responder políticamente frente a la irrupción de lo inesperado y lo brutal, como podemos y con lo que tenemos. Sin embargo, hay un efecto añadido que debemos considerar, no para cuestionar las medidas de aislamiento sino en dirección a pensar y actuar en favor de la contención de sus impactos. Hace tiempo que nos preguntamos cuánta desigualdad resisten nuestras democracias, pero -como hemos señaladolo pensamos como déficit y en su contracara, como horizonte de lucha.

Si esa desigualdad es consagrada normativamente en una pluralidad de ordenamientos, aún en el contexto de una emergencia, podemos preguntarnos si en algún momento esas cisuras tendrán la aptitud de plantear serios desafíos a la idea de comunidad y a la identificación con una ciudadanía nacional.

Sinceramente, no sabría si tomar las palabras del diputado Alfredo Cornejo sobre la aptitud separatista de Mendoza como un serio desafío o como una expresión de deseo, o como nada de eso. Pero sí pensaría seriamente en cómo reproducir cierta noción y sustancia de comunidad y ciudadanía nacional en contextos de desgranamiento pandémico.

En ese sentido, el Ingreso Familiar de Emergencia y el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción constituyen esfuerzos descomunales en términos financieros y de gestión, pero probablemente no alcancen en términos políticos.

Balibar (2013) nos diría que entre ciudadanía y democracia hay una tensión irresoluble, y podríamos estar de acuerdo. Pero entre ciudadanía, democracia y pandemia hay un conflicto abierto ahora mismo.

(*) Politóloga, UNPSJB y @RedPolitologas #NoSinMujeres @AnaliaOrr1

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