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Liberalismo excluyente

Godfrey_Kneller_-_Portrait_of_John_Locke_Hermitage
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02 mayo de 2019

por Fabio J. Quetglas (*)

El uso del conocimiento como fuente de legitimidad requiere de un cierto cuidado y prudencia ética porque no puede utilizarse para desestimar las opiniones de otros

Siempre he vivido con un sentimiento encontrado respecto del “conocimiento” en general. Por un lado, una enorme valoración respecto de aquellos quienes se esfuerzan en aprender más, en correr las fronteras, en buscar nuevos enfoques, en divulgar e ilustrar, en permitirnos ir desatando las vendas de la ignorancia, que nos limita. Por otro lado, creo que aquel que“ conoce” algo tiene más responsabilidades que quien no conoce, y que en cualquier caso conocer más no es un atributo para desestimar a otros, para hacer callar a alguien, por desprestigiar o acorralar a quien no tuvo la oportunidad o la decisión de formarse.

El uso del conocimiento como fuente de legitimidad requiere de un cierto cuidado, una prudencia ética. Entre otras cosas por la precariedad del conocimiento mismo.

Lo que digo es particularmente sensible para mí, porque (lamentablemente) creo que en la opinión pública, en los periodistas y en muchos círculos está aceptado o al menos tolerado, que quienes “saben” puedan levantar la voz, puedan incluso humillar o maltratar. Es como si el conocimiento diera una cierta patente habilitante de conductas que sin dicho paraguas serían descalificadas.

El atropello basado en el conocimiento, es el peor de los atropellos, porque goza de permiso social. Por supuesto, que no creo que sea lo mismo “un burro, que un gran profesor”, y desde ya que aliento una conversación pública más informada e ilustrada, pero también más amable. No es a los gritos y descalificando personas, el mecanismo para hacer circular el conocimiento en la sociedad.

El tema es sobre todo delicado en aquellas cuestiones en las que existen múltiples visiones con aval académico o donde el conocimiento fundado pone en evidencia cuestiones de naturaleza contraintuitiva, sencillamente porque en toda sociedad democrática la opinión mayoritaria no solo no es neutra, sino que tienen efectos socio-políticos y muchas veces la intuición o el sentido común son insuficientes para resolver problemas complejos.

Dicha convicción, es la que obliga a los poderes democráticos a generar burocracias calificadas, que puedan poner su conocimiento al servicio del conjunto social. Dicho esto con enormes precauciones que exceden el alcance de esta nota.

Con todo, cualquiera de los nobles fines que el conocimiento puede inspirar, se ven lesionados cuando quien cree saber, entiende que dicho saber lo coloca en un lugar diferencial, que goza del privilegio del grito o del beneplácito de la descalificación.

Este comportamiento es repudiable en cualquier caso, pero sobre todo cuando se convierte en una práctica reiterada. A todos se nos ha salido alguna vez la chaveta discutiendo temas que nos movilizan, pero si cada conversación es un escenario de descalificaciones, hay algo que excede lo argumental y que no es funcional a nuestro crecimiento como sociedad.

Una pedagogía colectiva requiere de una cierta dosis de disrupción, pero también de una búsqueda de un tono adecuado.

De la infinidad de posiciones públicas que conviven en nuestra sociedad (desde los veganos, hasta las organizaciones tradicionalistas, desde los defensores del patrimonio urbano, hasta los defensores de las bicicletas), jamás hubiera imaginado que el liberalismo asumiría ese modo de irrupción pública altisonante.

No puedo creer que los buenos argumentos existentes en favor de una economía más abierta o de un Estado menos dispendioso, deban expresarse a los gritos, haciendo callar a periodistas o tratando de energúmenos a quienes no coinciden con dichos planteos.

No es ocioso decir que el liberalismo fue concebido como ideario cuestionando los prejuicios absolutistas y las ideas premodernas que hacían distingos entre la naturaleza de las personas. Hay mártires en la lucha por hacer oír su voz distinta.

Ser fieles custodios del sentido emancipador, antidogmático y antijerárquico del liberalismo, nos obliga a respetar a quien no piensa como uno. Respetar no es solo evitar la violencia física, sino estar en disposición de aceptar la existencia de una diversidad de miradas posibles en un contexto pluralista. Esa diversidad es sin dudas fuente de tensiones, pero también de aprendizaje y enriquecimiento recíproco.

Argentina ha sido fértil en la generación de corrientes de pensamiento inusuales. Espero que no seamos la cuna del “liberalismo excluyente”.

(*) Diputado Nacional UCR-Cambiemos de la provincia de Buenos Aires

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