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Echale la culpa a Condorcet

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29 abril de 2019

por Miguel De Luca y Andrés Malamud

Ganar el balotaje es fácil, lo difícil es llegar a él. Con el sistema electoral argentino, el orden de los factores altera el resultado.

Una vez, en un país muy lejano, había una elección presidencial que se definía a dos vueltas. El presidente quería reelegir y, grieta mediante, se alzaba otra candidatura que quería evitarlo. Entre ambas veredas habíase plantado un contrincante moderado: ex ministro de Economía, exhibía laureles y experiencia ganados en Bruselas y ostentaba prestigio como técnico y buen administrador. Un expresidente lo había definido en pocas palabras: “El mejor economista del país”. Las encuestas eran unánimes: en un mano a mano, este competidor le ganaría a cualquiera de los otros dos candidatos. Era lo que en matemática se denomina “ganador de Condorcet”. Pero la carrera era entre tres y a dos turnos, y las encuestas también eran unánimes: en primera vuelta saldría tercero y quedaría afuera. Y así fue.

Ese país lejano es Francia y las elecciones fueron en 1988: hace treinta años. El presidente que buscaba quedarse era François Mitterrand; su rival, Jacques Chirac; y el ganador de Condorcet, don Raymond Barre. Los lectores de cierta edad pueden seguir con la lectura de esta nota; los más jóvenes deberían googlear ahora “Condorcet” y “Raymond Barre”. Cualquier parecido con Argentina 2019 no es pura coincidencia.

El manual de instrucciones sobre elecciones presidenciales asegura que, para ganar, hay que conquistar el “centro político”. Ahí se encuentra el bolsón de votantes moderados y, en general, menos involucrados con la política cotidiana. Esto es así siempre y cuando la pugna sea entre dos; porque, como describió Lady Di a su matrimonio, tres son multitud. Y en votaciones presidenciales polarizadas, es decir, con gran distancia entre las posturas de los competidores, el número impar puede arruinar el festejo del moderado cuando los votos se disputan en dos turnos. En este escenario conviene tirar el manual e inflar la grieta. Porque, juran Guillermo Moreno y Fernando Iglesias, la grieta garpa. El sillón presidencial no se gana trotando por el centro en sandalias sino corriendo en botines con tapones por los bordes. En otras palabras, el balotaje, sea en la versión original francesa o en su adaptación criolla, puede producir vencedores alejados del centro. Porque el balotaje está recetado para que el espanto cure la falta de amor, pero la sobredosis de espanto también mata. Mata al centro.

Este es el primer problema del candidato Roberto Lavagna.

El segundo problema es que su espacio de centro político está electoralmente poblado pero dirigencialmente sobrepoblado. Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Miguel Angel Pichetto, quizá Juan Schiaretti, quién sabe Sergio Uñac, por qué no Gustavo Bordet. Todos menos atractivos que Lavagna para el votante medio, pero todos con más “fierros” para movilizar y fiscalizar una gran PASO. Ese es el infierno tan temido por los candidatos que apuestan al consenso o a la santa unción. No sólo por el esfuerzo para competir, sino porque la competencia obliga a hacer campaña. Y para hacerla no sólo es necesario dinero, sino también decir algo. Y hablar representa un riesgo para el candidato del medio. Sergio Massa podría escribir un manual al respecto.

Para los que no tuvieron la paciencia de googlear, el Marqués de Condorcet fue un matemático francés del Siglo XVIII que se entretenía estudiando grietas. Lo que descubrió es que un ganador de Condorcet en la segunda vuelta es un perdedor de Condorcet en la primera. Y no hace falta estudiar matemática para saber que la primera viene antes que la segunda.

¿Estamos condenados a la grieta? No necesariamente. Pero el espacio entre los polos puede estrecharse de dos maneras: una es construyendo algo en el medio; la otra es moderando a los polos ?aproximándolos entre sí?. Condorcet sugeriría que es más factible cerrar la grieta si Macri o Cristina se bajan que si Lavagna se sube.

Pero nadie le presta atención a un francés que busca cerrar la grieta. Lo jura Martín Lousteau.

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