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Democracias agrietadas

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26 diciembre de 2018

por Luis Tonelli

El mundo está agrietado como consecuencia de un sistema político que más que de populista, se podría calificar de “gentista”

La entronización de la “gente” como soberano (¿debo decir ahora “soberane”?) de nuestros sistemas políticos, corre paralela al famoso dictum schmitteano: “Soberano es quien decide en el Estado de Excepción”. Este nuevo protagonista político, la “gente”, siempre que aparece, lo hace en espejo a la crisis. El escándalo es el que escandaliza a la gente; la corrida del dólar es la que hace correr detrás del dólar a la gente.

El tiempo institucional también tiene su momento en el que se abre a la crisis (pautado institucionalmente). Ese momento, en relación a las instituciones del régimen en una democracia, se llama elecciones. Ellas invitan al caos. Ellas abren la puerta a lo inesperado. Y por eso, Przeworski considera que ser democrático es amar a la incertidumbre.

Pero esto que aparecía reglado solo esporádicamente en el calendario electoral, cuanto menos cada dos años, con la emergencia de la esfera de la opinión pública publicada, se vuelve cosa del minuto a minuto. Y así la “gente” se convierte en el oscuro objeto de deseo de dos poderes concretos: la política por un lado y los medios de comunicación masiva por el otro. Uno la necesita como fuente de su legitimidad. El otro, esencialmente como consumidor de lo noticeable, como diría Luhmann, constituido comercialmente como su audiencia.

Si la representación dejó de ser lo que era, según Norberto Bobbio, con el ascenso de los partidos políticos, que marcaron el fin de la representación individual clásica, con el surgimiento de la“ gente” (y el gentismo) esa representación pasa a ser simplemente imposible.

En primer lugar, esos acuerdos políticos entre partidos pasan a ser negociados entre caballeros que se olvidan ipso facto de sus representantes. Pero, en segundo lugar, aunque más relevantemente, la representación individual clásica es muy diferente a la conexión con la política que demanda la “gente”. El individuo de la representación clásica era un genérico abstracto.

Por lo tanto, la discusión podía ser justificada como sobrevolando los intereses particulares (acuñada en eso de que “el pueblo no delibera sino a través de sus representantes”; representantes que lo son del pueblo en su conjunto y no de las diversas realidades sociológicas que implica una población).

La “gente” pasa a ser un verdadero “mundo de sensaciones”. Privadas en un doble sentido: en el sentido que son absolutamente privadas pero sin embargo legitimas ya que expresan las necesidades concretas de quienes configuran el demos. Y segundo, están privadas de contenido público, y por lo tanto son imposibles de ser satisfechas colectivamente. En esa imposibilidad discurren los gobiernos actualmente.

Sensaciones captadas en cuestionarios, o chupadas de los cachés, en términos de Big Data, diciéndonos en ese genérico que es una media, que es en lo que estamos pensando, que es lo que queremos, que es lo que deseamos. O bien sensaciones que son enunciadas por el periodista empático, que nos hace vivir la tragedia de cada quien como si fuera la de cada cual, ya que eso de lo que nos apenamos en la tele porque le pasa a alguien, podría pasarle a uno de nosotros, incluido nosotros mismos. Y esa imposibilidad se da especialmente en los gobiernos que se referencian en la“ gente” como el de Mauricio Macri, y especialmente el de Emmanuel Macron. En el caso argentino, el Presidente cuenta con el beneficio de que ha quedado de un lado de la grieta y eso le ha servido para licuar precisamente lo que ha quedado en el medio (para las elecciones anteriores dije que Macri había logrado enchufarle un Metrobus a la ancha avenida del medio. Hoy esa sigue siendo la hipótesis de trabajo de Marcos Peña para alcanzar un éxito electoral que nunca le fue esquivo.

En el caso francés, Macron ha quedado empantanado el mismo en el medio de la grieta francaise, uniéndose los extremos en una categoría, que no es ni más ni menos que la de la“ gente” metida en el ciclotrón de la polarización rabiosa. Resultado, esa ideología vacía de los tiempos que vivimos que se denomina“ indignación”.

Un“ indignado” es un miembro del colectivo “gente” que se ha dado cuenta que nunca le van a dar lo que le prometieron. Sintiéndose engañado, ya no espera que la democracia le da nada, solo poder elegir a alguien que insulte a todos los facinerosos que se llevan “la mía”, de modo más espectacular y más fuerte que nadie.

No se trata de una democracia de representación, sino una de expresión. Una democracia que ya ni siquiera es una celebrity democracy, si no, una cartoon democracy. Una democracia de caricaturas, con Trump, con Bolsonaro, con Putin. Personajes que hacen de ellos mismos y de los que se espera nada, salvo que honren la dignidad de uno, puteando en nuestro nombre de modo altisonante y estrambótico.

La moderación, los límites a esa exuberancia discursiva serán sistémicos (porque finalmente el mundo es uno solo), se llama sistema capitalista y es inconmovible a los cisnes negros, aunque tengan al alcance de su mano el control para detonar a ese mismo mundo).

Y otro tanda de límites a esos flamboyants blackswans, al menos en las democracias consolidadas, está dado por la banalización actual del lenguaje. La única realidad es la virtualidad, y en ella lo que se dice no es lo mismo que lo que se dice en el plano de la materialidad (si ella, pudiera existir). Todo discurso político se lee entrecomillas, como los insultos, apretadas y guarangadas en WhatsApp que son seguidas de un“ ja ja”.

Por eso el auge de las fakes news, consumidas vorazmente aunque se sepa que no son verdades. Pobre Habermas, dándose cuenta que el lenguaje más que un carácter perfomativo u “orientado hacia la verdad”, luego de una discusión “libre de restricciones”, ha sido una herramienta para consolidar la unidad del grupo. Seguramente, los antropólogos nos recordarán que una vez descubierto el fuego, y extendida la jornada, todos sentados alrededor de los leños, con el storytelling divirtiendo, en una extensión oral de las caricias típicas de los primates.

Pero dejémosle estas anécdotas pleistocénicas a Harari, que buen uso comercial ha hecho de ellas, y dejemos que el gobierno y sus imitadores, difundan sus mensajes a través de WhatsApp, sintiéndose unos dignificados de que los que mandan se dignen a ingresar en la privacidad de su smartphone, y otros indignados porque el gobierno en vez de gobernar sacándole a unos para dárselo a ellos, se entretenga en nimiedades comunicacionales.

Si algo de lo que se ha dicho farragosamente aquí tiene sentido, entonces el mundo está “agrietado”; grieta que es el producto natural de un sistema político que más que populista es gentista: con su sujeto a-histórico imposible de ser satisfecho en lo material, y solo, (y fútilmente) en el instante en el que se despotrica mancomunadamente contra el chivo expiatorio de turno. Rene Girard tenía razón.

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