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¿Por qué no hay asesinos seriales en la Argentina?

04 octubre de 2011

Las explicaciones sociológicas sobre las causas de los delitos es una conducta argentina que tiene efectos negativos.

Sin negar que en nuestro país, particularmente en las grandes ciudades, hay un problema serio de delincuencia, podemos decir que existe entre nosotros una percepción algo exagerada del problema. En términos comparados, la Argentina es ?junto a Uruguay? uno de los países más seguros de la región y está en un lugar aceptable del ranking mundial de países según homicidios dolosos per capita. La

percepción, podríamos decir, se justifica en el deterioro: las estadísticas disponibles de victimización, que no son muchas, sostienen que en la última década se cometieron más delitos que en la anterior, y más todavía si nos remontamos a los años ochenta. Estamos peor, y que no seamos los únicos, no es consuelo suficiente.

Hay, no obstante, otro factor que también contribuye en cierta medida a explicar la percepción de alta inseguridad, a la vez que favorece la penetración constante de esta

cuestión en el debate político: la proliferación popular de explicaciones sociológicas

sobre las causas de los delitos. Este gusto por la explicación colectiva, en desmedro del nivel individual del problema, lo vemos con frecuencia, para empezar, en el lenguaje periodístico. Si tomamos cualquiera de los casos policiales resonantes, leemos y escuchamos atribuciones de responsabilidad al Poder Ejecutivo que no actúa, al Congreso que no legisla, a la Justicia que no castiga, a las fuerzas de seguridad que no hacen nada ? cuando no se las acusa de cometer los delitos?.

También se responsabiliza a fenómenos macro, muchas veces internacionales, de lo ilícito, como “la trata de blancas” o “el narcotráfico”. Hasta los propios medios de comunicación pueden ser señalados como corresponsables, como sucedió en el “caso Candela”. La combinación de todos estos causales es “la inseguridad”, que luego se vuelve objeto de debate conceptual: mano dura versus garantismo, con sus variantes

intermedias.

Es habitual, sobre todo cuando el caso se sale de las páginas policiales y ocupa las

primeras planas, que el hecho periodístico se componga de la víctima y las razones sociológicas de su destino. En este proceso se pierde el victimario y la historia individual del criminal. Para la opinión pública, el delincuente rara vez tiene nombre y rostro. Y cuando lo tiene, es poco frecuente que tenga historia.

LA COMPARACION CON EE.UU.

Nuestra cultura de cronistas policiales con alma de sociólogos difiere notablemente del periodismo policial en Estados Unidos, uno de los países pioneros del género. Allí, el psycho-killer y sus patológicas razones son el centro alrededor del cual suele girar la historia. El identikit, la identificación del rostro del delincuente, la narración de su

historia y sus motivos personales cumplen una función similar a la de nuestros relatos

sociales.

Hasta que estos elementos no están reunidos, la historia no está contada. Recuérdese

el sufrimiento de Truman Capote, personificado por Philip Seymour Hoffman en el film de 2005, porque el asesino protagonista de “A sangre fría” no terminaba de contarle por qué había masacrado a una familia. La historia del “malo” con sobrenombre (“El Chacal”) y un perfil psicológico mediatizado que adquiere vida propia es, también, tema preferido de novelas y películas.

¿Será por eso que en la Argentina, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos,

no tenemos asesinos seriales? Policías y penalistas afirman que en nuestro país

también existen los sociópatas que cometen múltiples crímenes. Pero se notan menos y no tienen la misma presencia en la cultura social que en Estados Unidos, porque los

constructores de cultura cuentan los crímenes de otra forma.

Martín Verrier, un experto en seguridad pública, me daba una explicación complementaria, y es que la ausencia de foco sobre el delincuente individual puede deberse a un problema de información. El Estado averigua poco, los registros policiales y judiciales son incompletos, aun en los casos de delincuentes condenados, con lo que los expedientes de los sociópatas son más difíciles de reconstruir. De allí podría deducirse una inclinación a buscar explicaciones despersonalizadas del crimen, ya que la historia debe ser contada aún cuando no haya datos.

Las diferencias políticas entre uno y otro modelo de relato son importantes. Robert Merton, en su clásica teoría del desvío, decía que el crimen cumple una función social. Los inconformes, los que violan las normas, son los que señalan las tensiones sociales, y también, los que unen a la sociedad: todos estamos juntos para enfrentar al sociópata, al Jason o al Hannibal Lecter que puede destruir nuestro modo de vida en cualquier instante. Nosotros, en el fondo, somos los buenos.

En el modelo argentino de las explicaciones colectivas, nosotros no sólo somos culpables cada vez que muere alguien, sino que los individuos somos todos potencialmente criminales, salvo que la sociedad nos lo impida. Por ridículo que suene, esa es la consecuencia de la constante socialización y politización constantes de las causas del delito, y de la despersonalización del ladrón y el asesino. El resultado es un esquema poco útil para la educación cívica y los valores solidarios, aunque muy funcional a la antipolítica.

(De la edición impresa)

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