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El factor chino en la nueva era del G20

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04 agosto de 2017

Por Jorge Argüello Presidente de la Fundación Embajada Abierta

América Latina debe diseñar una estrategia para relacionarse con el Gigante Asiático y la cumbre de 2018 en Argentina será una buena oportunidad para avanzar en esa dirección

El aislamiento de Estados Unidos fue la nota saliente de la última cumbre del Grupo de los 20 (G20) en Hamburgo, con fuertes implicancias para América Latina tratándose de la potencia hegemónica del continente, pero la región debería atender también a otros cambios en la relación Centro-Periferia en la que sigue encuadrada, si desea hacer valer sus intereses en esa nueva instancia global de negociaciones creada en 2008.

Como parte de una nueva era del G20, en Hamburgo fueron relevantes la pérdida de peso de la histórica alianza anglosajona Washington-Londres, fruto de la Administración Trump y del Brexit; una revitalización de la influencia de la Unión Europea (UE), apoyada en el eje franco-alemán; y todas las potencias emergentes y medias, más Rusia, sosteniendo un consenso básico sobre asuntos financieros, comerciales o medioambientales.

Sin embargo, el nuevo actor principal es China, una nación gigante inmersa desde hace cuatro décadas en un cambio económico de magnitudes y velocidades sin precedentes en la Historia moderna (su PIB se duplicó en la última década), y destinada a liderar una II Revolución Industrial de alcance global, aunque continúe bajo un régimen político cerrado.

China, integrado a un Centro que ahora deben compartir con ella Estados Unidos, Europa y Japón, está saliendo de un modelo económico de acumulación y exportaciones de escaso valor agregado para entrar a otro apoyado en una sociedad de consumo, con empresas públicas y privadas absorbiendo inversiones en innovación y tecnología a pasos agigantados para escalar posiciones en una cadena productiva global muy fragmentada.

Mientras se lanzaba a esa carrera para superar a Estados Unidos como la mayor economía del mundo, China actuó como un aliado estratégico clave de las naciones periféricas con el Grupo de los 77 (G77), en la ONU, y más recientemente conformando el BRICS (con Brasil, Rusia, India y Sudáfrica), que dio origen al Nuevo Banco de Desarrollo (2015), alternativa real a las antiguas instituciones multilaterales de crédito. En América Latina, el avance chino recortó la influencia de Estados Unidos y la UE. Es ahora principal o segundo socio comercial de la mayoría de los países sudamericanos, proyecta un intercambio de 500 mil millones de dólares con la región en la próxima década e inversiones recíprocas de 250 mil millones en energía y grandes infraestructuras regionales, desde represas a accesos fluviales y corredores bioceánicos. Esa ambiciosa salida al mundo, después de siglos de retracción, tiene su última expresión global en la iniciativa Belt and Road (Cinturón y Ruta de la Seda), un circuito que aspira a reconstruir la ancestral conexión comercial terrestre de China con Occidente y completarla con una sección oceánica en sentido inverso involucrando a tres de los cinco continentes y al 70% de la población mundial.

El nuevo protagonismo chino tiene varias claves, destacadas por el economista Aldo Ferrer en sus últimos escritos: expresa una integración política-económica nacional sin precedentes en el capitalismo; ejerce un poder negociador todavía mayor al de las viejas potencias industriales; y pasa a formar parte del nuevo Centro sin compartir su ideología dominante (ni sus ideales de Democracia liberal y Derechos Humanos, podríamos agregar).

Las grandes políticas de China son definidas por el largo plazo; por no copiar recetas foráneas al pie de la letra (evitó así un contagio fatal en la crisis de 2008); por reducir sistemáticamente su dependencia de Occidente tejiendo alianzas en el Oriente; y por avanzar en la incorporación de conocimiento y tecnología para consolidar esa autonomía, bajo una férrea guía del Estado que otras potencias no toleran.

DE UNA POTENCIA A OTRA

Tanto frente a las tradicionales potencias occidentales como ahora frente al nuevo poder chino, América Latina debe definir sus propios intereses comunes antes de plantearse estrategias y/o alianzas para imponerlos, y la cumbre del G20 de 2018 en Argentina será una gran oportunidad para ello.

La relación con China le plantea a la región desafíos ya conocidos en la Periferia, donde las asimetrías con el Centro afectan su desarrollo hace casi dos siglos. Uno es el perfil de las exportaciones a China, tres cuartas parte de ellas, primarias. Y otro es el de las inversiones directas, concentradas en actividades extractivas (90% entre 2010 y 2013).

La región necesita asegurar el derecho de sus pueblos a coparticipar de esta Segunda Revolución Industrial rompiendo su antiguo molde de proveedora de commodities. China se comprometió a revertir la“ reprimarizació de las exportaciones”, ahora que su clase media de 300 millones reclama otros bienes y servicios. Pero ninguna potencia de ese calibre, con semejante control político de su expansión, dejará nunca de anteponer sus prioridades.

Mientras lo intenta, América Latina puede sacar alguna lección, paradójicamente, de la experiencia china, así como de otras naciones asiáticas que encontraron sus propias fórmulas de progreso en el capitalismo moderno abiertas al mercado global pero cuidando su desarrollo puertas adentro, muy vulnerable cuando se negocian acuerdos comerciales entre naciones y bloques de poder desigual (UE-Mercosur, por ejemplo).

En la búsqueda de su nuevo lugar en el Centro (en abril pactó la paz comercial con Estados Unidos), los gobernantes chinos necesitarán negociar apoyos dentro del G20 frente a las potencias tradicionales del Norte. A cambio, nuestra región puede sacar un rédito razonable en ello reformulando la relación asimétrica con capitales y empresas del gigante asiático, para recortar las desventajas que arrastra la Periferia de este

mundo multipolar.

¿Tiene que insistir América Latina en la búsqueda de un único modelo de desarrollo común y de relación con el mundo? ¿O más bien permitirse flexibilidad manteniendo consensos básicos para asegurar una integración que la haga más fuerte e independiente? ¿Qué similitudes y diferencias deben advertirse entre la antigua hegemonía estadounidense y la que asoma con China? ¿No debería la región dejar de definirse por oposición a la potencia de turno y redescubrir una identidad geopolítica que sustente su estrategia a largo plazo?

Como resumió con sabiduría Ferrer, “cada país tendrá la China que se merece”, según cómo se relacione con ella. Lo mismo es aplicable a toda la región. Pero hay que apurarse: si China sigue creciendo así, en diez años la sede central del FMI se trasladará a Beijing, avisó su jefa, Christine Lagarde.

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