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El primer logro de las marchas contra Trump

30 enero de 2017

Las movilizaciones sirvieron para cuestionar el relato sobre el amplio apoyo popular que se adjudica el nuevo gobierno.

El viernes 20 de enero pasado Donald Trump asumió la Presidencia. Al día siguiente de su toma de poder, una serie de marchas convocadas por diversos movimiento de mujeres de Estados Unidos convocaron en todo el país entre tres y medio y cuatro millones de personas (según la mayoría de las estimaciones) para protestar las posiciones abiertamente de derecha del nuevo gobierno. Se calcula que las marchas más convocantes de la historia de Estados Unidos: una de cada cien norteamericanas/os habría decidido protestar.

Frente a estas marchas, la izquierda (por así decirlo, aunque el vasto territorio de la izquierda norteamericana tiene, como la argentina, una topografía muy peculiar y poco cartesiana) comenzó con el juego que mejor juega y que más le gusta: la duda, reflexión y debate sobre si las marchas sirven, no sirven, si hay que movilizar por clase y no por género, si por etnia y no por clase? todo acompañado de surtidas admoniciones de que “marchar sólo no sirve”.

Por supuesto, es cierto que las movilizaciones, en si, pueden tener un efecto político o no tenerlo. Basta recordar que el anterior récord en cuanto a protestas masivas se refiere se dio con las marchas simultáneas en el mundo contra la guerra de Irak, en el año 2003. Estas no tuvieron ningún correlato político en el sistema de partidos, senadores demócratas (como John Kerry y Hillary Clinton) votaron a favor, y la invasión a Irak avanzó sin pausa alguna. Sin embargo, me atrevo a sostener que las marchas de este sábado ya son más efectivas, independientemente de sus efectos institucionales. Esto tiene menos que ver con la naturaleza de las marchas y de la marchantes que con la del gobierno de Trump.

Trump llegó a la Presidencia como la cabeza de un movimiento con características populistas: se trata de alguien sin experiencia de gobierno, un millonario y entertainer surgido (como Silvio Berlusconi) de la televisión, que capta apoyos con un discurso de tonos racistas, xenófobos y misóginos (como dice Francisco Panizza, hace públicos los “pensamientos culposos” de una parte de los votantes) y que presenta un discurso de tipo mítico antes que programático: existe un pueblo (blanco, norteamericano nativo, masculino, cristiano) que una vez fue grande, que hoy no lo es por la traición de las elites, y al cual hay que restaurar a su lugar de grandeza, y sólo él, Trump, puede hacerlo.

Ahora bien: si el movimiento de Trump tiene características populistas, su populismo tiene un talón de Aquiles: básicamente, es un populismo que nace no mayoritario. De hecho, en las elecciones de noviembre Trump sacó casi tres millones menos de votos que Hillary Clinton, y sólo el peculiar diseño del Colegio Electoral norteamericano permitió su victoria, que fue definida por algunos miles de votos en Michigan, Wisconsin y Pennsylvania.

Puede parecer una tautología, pero un liderazgo populista tiene que percibirse y ser percibido como popular. A un líder populista se le pueden perdonar y apoyar muchas cosas en tanto se perciba que interpreta y encabeza la furia del pueblo, que, si bien no es nunca la totalidad, no puede ser tampoco una minoría. Si la especial relación entre el o la líder y una mayoría del pueblo no existe o deja de ser percibida como tal, ese liderazgo ya no podrá ser efectivo. Deberá convertirse en un gobierno “común y corriente” que gobierne dentro de los cauces institucionales, dejar el poder o pasar a ser directamente un liderazgo abiertamente coercitivo.

Y este es el efecto que, pase lo que pase, ya tuvieron las marchas de ayer: metieron ruido, por así decir, en la construcción del relato de la popularidad de masas del gobierno de Trump. Más allá de la dosis de egocentrismo que parece alentar cada uno de sus movimientos, no es casual ni sin sentido que el nuevo presidente haya mandado a su vocero a argumentar en su primera conferencia de prensa que “la multitud que asistió a la asunción fue la mayor de la historia” o que el mismo Trump haya dedicado un acto en el cuartel de la CIA a litigar lo histórico e inmenso de su victoria. Un presidente como Trump necesita construir un relato que sostenga su popularidad excepcional, ya que si no deberá gobernar como un político común y corriente.

Y las marchas presentaron, de manera concreta, en imágenes y números, un contrarrelato. Hicieron patente que, si bien Trump ganó de acuerdo a las reglas vigentes y como tal es un presidente legítimo, no tuvo la mayoría del voto popular, su popularidad es históricamente baja, y hay un sector social muy importante (y que no se restringe a los sectores “de élite” de las dos costas, ya que las mujeres marcharon en Alaska, Tennessee y Texas, entre otros lugares del interior), que va a resistir sus políticas. Esto debería además alentar a los opositores del sistema político a enfrentarse al nuevo presidente, no sólo por vocación, sino por cálculo electoral ?lo cual es más importante en política?. Esto en si no asegura un cambio institucional per se, pero nadie puede negar que algún efecto concreto se ha logrado.

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