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14 octubre de 2016

(Columna de Mariano Fraschini y Nicolás Tereschuk)

La mayoría de los países de la región tienen democracias con características específicas y distintos modos de funcionamiento que las de otras regiones.

Vivimos en un régimen hiperpresidencialista? ¿Son los presidentes argentinos líderes delegativos que gobiernan sin frenos de las instituciones y a los que sólo pueden desafiar las crudas relaciones de poder? ¿El poder ejecutivo todo lo puede en Argentina? ¿Significa esto que no vivimos en una democracia consolidada, como advertían los politólogos que se preocuparon por el régimen político en los ochenta? ¿O tan sólo nuestra democracia tiene particularidades y hay que entenderla como tal?

Estos interrogantes son los que nos llevaron en notas anteriores a trabajar con un concepto que nos parece sumamente explicativo para dar cuenta de los avatares de nuestro ré- gimen político. Tomando prestado de la politóloga María Matilde Ollier, afirmamos que nuestro país, y la mayoría de los países sudamericanos, con excepción de Uruguay y Chile, pueden caracterizarse como Democracias Presidencialistas de Baja Institucionalización (DPBI). No creemos que esto signifique que estamos en presencia de “falsos” regímenes democráticos o “autoritarismos competitivos”. Se trata de democracias que tienen características específicas y modos de funcionamiento particulares y que las diferencian, en los hechos, de dinámicas que se registran en los regímenes políticos de Estados Unidos o de Europa. El problema, entonces, viene siempre cuando se tiene como modelo teórico a estos últimos para entender qué es la democracia, cuando en todo caso primero deberíamos definir qué comprendemos por DPBI.

Las principales dimensiones de estas DPBI resultan las siguientes: la primera es que en la región no existen “sistemas” de partidos como los que describen los manuales de ciencia política o como los que se encuentran en la mayoría de los países desarrollados, sino “configuraciones partidarias” como señalan Marcelo Cavarozzi y María Esperanza Casullo. Esto es: la relación que se establece entre los partidos no tiene reglas claras y tampoco diná- micas esperables a los que ofrecen los sistemas de partidos del primer mundo. Asimismo, los partidos son frágiles, muchas veces son más bien “movimientos”, antes que agrupaciones partidarias, y prima en su interior una fuerte fragmentación y facciosidad.

La segunda dimensión está dada por el hecho de que el poder no proviene sólo de los partidos políticos, sino que hay “fuentes extrapartidarias” de poder y muy importantes: gobernadores, militares, líderes religiosos, empresarios, indígenas, paramilitares y sindicalistas que sostienen porciones vitales de poder, y muchas veces tienen una incidencia determinante en la performance de los liderazgos presidenciales y del sistema político en su conjunto.

El tercer elemento es que la clásica diná- mica que se despliega en las democracias más institucionalizadas, oficialismo/oposición, no es la que se da en estos países. La centralidad del presidente hace que más bien se convierta en una disputa presidente / oposición. En este marco institucional, el jefe de Estado se halla expuesto a los embates opositores que concentran en el primer mandatario el objeto de su crítica y de su antagonismo. A esta caracterización consideramos que resulta útil sumarle la perspectiva de Steven Levitsky y María Victoria Murillo sobre la caracterización de un entorno institucional “débil”. Estos autores advierten sobre el funcionamiento peculiar de esta clase de democracia y su “entorno débilmente institucionalizado” al que identifican con un bajo nivel de cumplimiento de las normas en el que existe un amplio margen de discrecionalidad de facto con respecto a su aplicación y la durabilidad institucional también resulta endeble, en el sentido que las reglas formales cambian constantemente, rara vez sobreviviendo a las fluctuaciones en el poder y a la distribución de preferencias.

Es interesante tomar en cuenta que estos autores ponen como uno de los ejemplos del campo donde más se produce ese continuo cambio de las normas es en el terreno electoral. En Sudamérica, es abundante la evidencia empírica al respecto. El caso argentino demuestra asimismo la labilidad de las reglas electorales: en las 24 provincias argentinas afirman Calvo y Escolar se llevaron a cabo 34 reformas electorales entre 1983 y 2003, adoptando ?y descartando? un amplia gama de sistemas electorales. Entonces, las DPBS son las atmósferas tradicionales en donde los gobiernos de turno cambian las reglas de juego electoral. En ese marco, el gobierno de Cambiemos, lejos de ser la excepción, y a pesar de las promesas de dirigirse hacia una mayor institucionalidad y estabilidad de las normas y ?esta vez sí? “reglas de juego claras”, incursiona en el campo electoral (y en otros campos también como se refleja a continuación) proponiendo cambios sustantivos. Si se analizan con cuidado muchas de las acciones y cambios normativos e institucionales planteados por la gestión de Macri desde su inicio, además del proyecto de cambio del sistema de votación pueden mencionarse como ejemplos de esto la cooptación del Consejo de la Magistratura, el intento de nombramiento por decreto de dos jueces de la Corte Suprema, el uso de decretos de necesidad y urgencia para modificar leyes del Congreso, el constante nombramiento de funcionarios que no cuentan con los requisitos inicialmente previstos por el cargo, el desplazamiento de funcionarios mediante interpretaciones normativas (como recientemente ocurrió con directores del Banco Central) así como de trabajadores del Estado forzando o el congelamiento de los requisitos legales para tal fin, el congelamiento de concursos para cargos públicos realizados de acuerdo a la normativa vigente, la presión pública a jueces para que tomen determinadas decisiones en investigaciones penales, etcétera. Como se observa, la “alta institucionalización” brilla por su ausencia. Es más, estas iniciativas se enmarcan dentro de un Liderazgo presidencial que se mueve dentro de un contexto que lo condiciona y que, de alguna manera, lo “obliga” a mantenerse dentro de este particular tipo de democracia, que aquí denominamos DPBI. Yendo puntualmente al cambio que el oficialismo promueve en el sistema de votación, si se tienen en cuenta las lecturas anteriores y el contexto de “débil institucionalidad” no debería llamar la atención que un partido que nunca ha gobernado la Nación y hasta diciembre pasado sólo lo hacía en la Capital, promueva el cambio más radical en el sistema de votación desde que en 1916 debutó el voto secreto y obligatorio a nivel nacional. Un cambio promovido con apuro y a contramano de las recomendaciones y las experiencias internacionales es parte en este caso del panorama de normas que cambian de manera casi permanente. Lo único que no podría decirse es que ahora sí hemos iniciado el trayecto hacia la “alta” institucionalización, donde las reglas del juego son claras, firmes y aceptadas por todos. Como tampoco era aceptable que se afirmara que los gobiernos del llamado “giro a la izquierda” en la región, como los que protagonizaron Néstor y Cristina Kirchner en la Argentina, vinieron a romper con un supuesto “pasado dorado” de fuertes instituciones y regulaciones perennes.

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