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Hagamos un plebiscito: ¿qué puede salir mal?

06 octubre de 2016

Como le dijo un hombre sabio al agente J (Men in Black 3), no hagás preguntas cuya respuesta no querés saber.

Un plebiscito es una ruleta rusa cargada con votos. Si se trata de una cuestión de vida o muerte, al refrendarla se acepta la posibilidad del suicidio. Y si no es de vida o muerte, ¿por qué no charlamos un ratito en vez de apelar a un procedimiento traumático? Plebiscitar construye grietas en lugar de puentes. Obliga a tomar partido y condena a una parte a la derrota. La democracia plebiscitaria (o directa) es una amenaza para la democracia moderna (o representativa) porque crea perdedores a la fuerza.

Democracia moderna significa dos cosas: que el pueblo gobierna pero también que se contiene. El gobierno limitado es condición necesaria de la libertad, un valor constitutivo del régimen democrático. Porque el gobierno de la mayoría sin respeto por las minorías no es democracia sino tiranía.

La democracia de los antiguos era directa. El pueblo, reunido en la plaza, tomaba las decisiones. El pueblo, claro, excluía a los compatriotas de otras ciudades, a los esclavos, a las mujeres. Quizás porque eran pocos, el mecanismo resultaba más deliberativo que plebiscitario. Las pasiones eran moderadas por los argumentos y el cara a cara facilitaba los acuerdos. Pero en sociedades masivas que viven a enormes distancias, la representación es la única manera de “tornar presente” al ciudadano en el proceso de decisión. E igual no basta. La democracia moderna significa también compromiso.

En inglés e italiano, un compromiso no es un acuerdo neutro sino una concesión mutua. Las partes en conflicto aceptan entregar algo a cambio de ganar algo. Nadie se lleva todo lo que quería, pero nadie se queda sin nada. Ninguna democracia, ni siquiera las presidencialistas, funcionan bajo el principio de que el ganador se lleva todo. Aunque un partido gane el poder ejecutivo, los demás comparten el congreso y las provincias y son amparados por el poder judicial. ¿Pueden los plebiscitos complementar la representación, haciéndola más democrática?

El politólogo uruguayo David Altman mostró que los plebiscitos son usados como instrumentos del poder más que de la democracia. En los regímenes autoritarios se utilizan para movilizar seguidores y demostrar fuerza; en regímenes semi-democráticos, para gambetear los contrapesos legislativos o judiciales; y en regímenes democráticos, para eludir la responsabilidad de decisiones costosas. No todos los plebiscitos son malos, concede Altman; sin embargo, es difícil encontrar uno reciente que sea considerado un éxito colectivo. Pero la culpa no es sólo del poder.

La novedad contemporánea es que los plebiscitos se transformaron en recursos del antipoder. El referéndum francés de 2005 contra una constitución europea, el Brexit y el rechazo colombiano al tratado de paz tienen la misma matriz: son promovidos por los partidos establecidos, impugnados por líderes antisistema y finalmente reprobados por el electorado.

Los plebiscitos se han convertido en mecanismos de expresión y no de elección. La ciudadanía los aprovecha para manifestar su frustración y castigar a sus gobernantes. La pregunta formulada es cada vez más irrelevante. Todos los referéndums podrían formular la misma: “¿Está de acuerdo en que sus gobernantes se vayan al demonio?”. Obtendrían la misma respuesta.

Es cierto que los plebiscitos no son un objetivo sino un instrumento, y como tal pueden ser usados para el bien. ¿En qué condiciones? Según Altman, depende de quién los convoque. Hay tres posibilidades: por obligación constitucional, por decisión del gobierno o por petición ciudadana.

La obligación constitucional es, en principio, neutral y difícil de manipular. Sin embargo, ha causado problemas inesperados: en la Unión Europea, Irlanda y Dinamarca fueron “inducidas” a votar de nuevo hasta que salió el resultado deseado por Bruselas.

La convocatoria desde arriba es más manipulable. Pero, paradójicamente, también en este caso salen tiros por la culata. Altman señala que, en los últimos cuarenta años, los presidentes latinoamericanos perdieron el 42% de los plebiscitos que iniciaron. Juan Manuel Santos está en nutrida compañía.

La convocatoria desde abajo aparece como la más democrática: cuando los ciudadanos juntan firmas para pedir elecciones, la manipulación es difícil y los riesgos de un resultado catastrófico son menores. Momento, dice la politóloga argentina Yanina Welp. En una investigación realizada con el suizo Uwe Serdült, en la que analizan los plebiscitos desde abajo realizados en todo el mundo entre 1874 y 2009, llegan a una conclusión desconcertante. Esas elecciones fueron usadas, en primer lugar, para concentrar poder; en segundo lugar, como estrategia partidaria; y sólo excepcionalmente para empoderar a los ciudadanos y la sociedad civil.

El potencial democratizador de los plebiscitos ha sido exagerado. Su potencial encarajinador, sin embargo, crece con cada uso.

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