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La imagen del poder

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03 octubre de 2016

(Columna de Lucía Caruncho, politóloga Flacso/UBA)

“Los problemas de la representación y la identidad de ahora en más son comprendidos de modo diferente. Se espera sobre todo del poder que manifieste una capacidad de reparto, que dé muestras de atención, que testimonie sensibilidad ante las adversidades que se viven” (Rosanvallon, 2009: 270) (*)

En el nuevo siglo la materia prima de la comunicación política es la imagen. En Argentina ha ganado terreno, en particular, dentro de las campañas electorales a partir de la reapertura democrática. Concretamente, en la década del 90 se exhibió una marcada disociación entre el ámbito de la comunicación y las actividades políticas. Es decir, la variedad de significaciones asociadas a la imagen sustituyeron progresivamente la información vinculada con la concreta administración de los recursos públicos. Esto hizo que sea más difícil para la ciudadanía controlar las actuaciones del gobierno y las burocracias estatales. Veamos.

En el transcurso de la primavera alfonsinista se accedió a la profesionalización de la política. La campaña electoral de la Unión Cívica Radical se centró en el valor de la democracia, la estabilidad del régimen y buscó legitimidad en diferentes sectores sociales con independencia de sus pertenencias partidarias. El signo de época se cristalizó en el popular saludo a la distancia de líder radical. A mediados de la década del 80, las sucesivas crisis contribuyeron a que la comunicación política se tornara hacia otros aspectos, fundamentalmente, económicos. Así, en 1990 emergió un discurso fuertemente economicista y en apariencia desideologizado. Con Menem, entre pizzas y champagne el espectáculo televisivo se convirtió en la arena principal. La imagen pública comenzó a cotizar en bolsa, y al ritmo del rating y la opinión pública se vendió la dirigencia ?de derechas, centros e izquierdas? por un segundo de pantalla. Tras la caída del gobierno de la Alianza y encolumnada detrás del que se “vayan todos”, la política sobreviviente se indignó con “la Banelco” y la “fiesta menemista”. Los productos audiovisuales del interregno se alejaron de la “Cama de Moria” para profundizar una línea de investigación crítica, inaugurada en la década anterior, por programas como “Las patas de la mentira”, “Kaos en la Ciudad” y “Día D”. Finalmente, con el fracaso de “el que depositó dólares recibirá dólares”, el kirchnerismo redobló la apuesta: enfrentó de modo directo a los medios masivos de comunicación. Sin embargo, dicho enfrentamiento contribuyó a la emergencia de novedosos formatos periodísticos (6,7,8; TVR; PPT ?Periodismo Para Todos?; Animales Sueltos; Intratables) que al son de las redes sociales, la nueva política y la polémica panelista terminaron por devorar el original ímpetu “revolucionario”.

Ahora bien, si los partidos no expresan intereses sociales ni propuestas claras a sus electorados y la sociedad vive en un estado de desconfianza radical, entonces, ¿en qué sentido representan los partidos?, ¿qué atributo permite reunir identidad? En definitiva, ¿qué votamos cuando votamos? Lo único que permanece universal, nos iguala y nos permite sentir empatía: una imagen fuertemente emotiva.

La imagen del poder despliega su encanto en la forma, encandila en la apariencia y admite que cada quien se identifique con atributos que le son próximos: “el vecino”; “la gente”; “el barrio”; el hombre “común”, “cercano”, “humano”. De allí su pregnancia, su utilidad política y su acogida pública. La sociedad desorganizada no necesita compromisos colectivos ni valores conjuntos para significar la imagen. No precisa de la cooperación y coordinación que exigen las ideas colectivas, un programa conjunto o las ideologías. Basta con que los representantes se reflejen bellos, jóvenes, activos. Que ante los reclamos difusos parezcan honestos, confiables, seguros. Para identificarse con las personas deben ser tipos comunes, “como vos?”: ir a la verdulería, tener pareja e hijos, andar en bicicleta, comer milanesas porteñas o empanadas norteña o cordero del sur; tomar mate, té, o tereré (según la zona y la onda saludable), hacer la cena, ir al gym, untar tostadas con manteca o dulce y reír, siempre reír; llorar, siempre llorar; emocionarse, además claro de resolver los problemas de “la gente”. Para ganarse el puesto gubernamental ahora deben cumplimentar con las exigencias de la audiencia: almorzar con Mirtha, cenar con Susana, bailar con Tinelli, participar del debate, ir a una marcha, inaugurar una obra y sostener que encarnan futuro, cambio, continuidad, transparencia, educación, gestión, seguridad. La representación política reproduce la lógica mercantil: la construcción de estereotipos que permiten imprimir sobre el candidato (¿producto?) un lazo representativo basado en la belleza, la juventud, la libertad, la alegría. Así entendida, la representación actual se reduce al reflejo exacto de la sociedad, una sociedad sumida en su propio hedonismo.

De este modo, la inicial revalorización de la ideología, el rol del Estado y la importancia de la política, impulsada tras la reapertura democrática, no parecen ser suficientes por sí solas para contrarrestar la presente escisión entre la comunicación política y su praxis. Particularmente, porque no se han generado las condiciones sociales, políticas, culturales ni institucionales necesarias que permitan mayor participación y confianza. Si bien existen numerosos avances en materia de participación y transparencia, si no se acompañan con real voluntad de todos los involucrados (lo que nos incluye) las voluntades atomizadas pierden fuerza y lo único que persiste es un conjunto de individualidades que representan, justamente, esas particularidades.

* Rosanvallon, P. (2009). La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad. Buenos Aires: Manantial.

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