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¿Quién debe juzgar al Presidente?

Dilma2
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18 septiembre de 2016

(Columna de Gabriel Negretto, profesor de la División de Estudios Políticos del CIDE)

No es deseable que en una democracia presidencialista el juicio político comience a funcionar como un arma discrecional en manos de legislaturas opositoras.

La reciente destitución de Dilma Rousseff, como la de Fernando Lugo en 2012, ha divido las opiniones según la simpatía o rechazo ideológico que generaban estos presidentes y sus programas. Mientras desde la izquierda se ve estos procesos como golpes de estado orquestados por la derecha para sacar del poder a un presidente legítimamente electo, desde el centro o la derecha se consideran como mecanismos perfectamente democráticos para remover pacíficamente a un presidente ineficiente o corrupto. Ambas posturas tienen algo de cierto, pero en su parcialidad oscurecen la naturaleza e implicancias políticas de lo ocurrido. Tanto en el caso de Rousseff como en el de Lugo, la legislatura utilizó el juicio político de manera similar a una censura parlamentaria, es decir, se destituyó al jefe de gobierno menos por una conducta contraria a la constitución sólidamente argumentada y comprobada que por haber perdido el apoyo político de una mayoría legislativa. Este uso del juicio político no es extraño a la evolución que tuvo este mecanismo en regímenes parlamentarios. Tampoco viola la regulación legal que el mismo ha tenido en muchos países de América Latina, incluidos Paraguay y Brasil. Sin embargo, la transformación informal de una institución destinada a proteger la constitución contra casos excepcionales de abuso de poder en un mecanismo discrecional de remoción de gobiernos en manos de la legislatura altera la forma representativa de una democracia presidencial y pone en riesgo la gobernabilidad.

UN PROCESO POLITICO, NO JUDICIAL

Es muy acertado traducir como juicio “político” al proceso de impeachment que los federalistas americanos tomaron de la tradición constitucional británica. Por dos razones: primero, porque el impeachment fue creado por los parlamentarios ingleses para sancionar transgresiones de carácter político a la constitución; segundo, porque la sanción que el mismo podía generar también era política y consistía en la destitución del cargo, no en la cárcel o en una sanción pecuniaria. Particularmente durante la primera mitad del siglo XVII, el impeachment fue utilizado por el Parlamento para afianzar su poder frente a la corona, al enjuiciar a ministros del rey que incurrían en conductas violatorias de las prerrogativas parlamentarias. Cuando a comienzos del siglo XIX se aceptó que la durabilidad de los gobiernos dependía de la confianza de una mayoría legislativa, el impeachment cayó en desuso y fue reemplazado por la moción de censura. Este último también es un mecanismo de tipo político, pero no requiere para usarse de ningún abuso por parte del ejecutivo; basta que una mayoría legislativa esté en desacuerdo con sus políticas. Poco tiempo antes de que la institución se tornarse innecesaria en Inglaterra, el juicio político al presidente y a otros funcionarios fue incorporado a la constitución de Filadelfia de 1787 como instrumento clave para señalar que en un régimen republicano ningún funcionario, comenzando por el jefe de estado, se halla por encima de la constitución. La enumeración de causales refería al delito de traición y soborno, pero también a otros crímenes y transgresiones no especificados en la constitución o en códigos legales. El proceso suponía un delicado balance, pues aunque se lo pensó como un instrumento excepcional para evitar conductas indebidas del presidente y no para subordinar a éste a los caprichos legislativos, tampoco se quiso limitar las causales de juicio político a una enumeración exhaustiva ni asimilar el mecanismo a un proceso estrictamente judicial.

Los constituyentes latinoamericanos siguieron estos precedentes. Sin embargo, y para proteger al ejecutivo de un uso discrecional del juicio político por la legislatura, en muchos casos se le dio al proceso un carácter más restringido, autorizando el mismo sólo en el caso de delitos cometidos en el ejercicio del cargo que estuvieran tipificados en la constitución o en códigos criminales. Otras constituciones, en cambio, siguieron la tradición británica y americana, permitiendo la remoción del presidente por transgresiones genéricas tales como “mal desempeño” o “infracciones a la constitución”. De un total de 99 constituciones que contemplaron el juicio político en América Latina entre 1900 y 2012, 55 han permitido enjuiciar al presidente sólo por delitos en sentido estricto, mientras que 44 autorizaron remociones por transgresiones de naturaleza política. Entre estas últimas se incluyen constituciones como las de Paraguay y Brasil.

EL PROBLEMA DE PARLAMENTIZAR EL JUICIO POLITICO

La constitución de Paraguay permite juzgar al presidente por “mal desempeño de sus funciones”. Los cargos derivados de esta causal fueron brumosos. Se acusó al presidente de instigar una ocupación de tierras, e incluso de la inseguridad en el país. El proceso fue muy rápido y no se dio debido tiempo a la defensa. Sin embargo, no hay un listado riguroso de qué acciones encuadran en un mal desempeño y es discutible si los estándares de las garantías procesales ordinarias se aplican en el caso. La constitución Brasileña también permite la destitución del presidente por conductas políticas indebidas. Se habla de “delitos” de responsabilidad, pero las conductas que encuadran dentro de estas infracciones y que fueron listadas en una ley de 1950 son muy vagas. En base a estas disposiciones, Rousseff fue acusada de infringir la ley de presupuesto y la ley de responsabilidad fiscal. Es discutible si los decretos presidenciales que concedieron créditos de bancos del estado para pagar deudas públicas aumentaron gastos o si el retraso en los pagos a un programa federal constituyó una operación de crédito no autorizada. Pero precisamente porque es discutible y porque las conductas sancionadas se definen de manera laxa en la ley, no puede decirse que el proceso fuera ilegal. Y al igual que en Paraguay, las formalidades y mayorías requeridas por la constitución fueron observadas.

¿Quiere decir esto que el juicio político funcionó en estos casos como un castigo a una clara transgresión a la constitución por parte del presidente? No. En los hechos, lo que determinó el resultado fue un ajuste de cuentas político luego de que el presidente perdió apoyo en el Congreso. En el caso de Lugo, su destino se selló cuando el Partido Liberal abandona la coalición de gobierno y decide aliarse con los Colorados, que rechazaban las políticas redistributivas del gobierno. En el caso de Rousseff, su caída estuvo marcada primero por el conflicto con el líder de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, y luego por la pérdida de apoyo del PMDB, acosado por denuncias de corrupción en un contexto de crisis económica y descontento social.

Hay varias razones por las cuáles es indeseable que en una democracia presidencial el juicio político comience a funcionar como arma discrecional en manos de una legislatura opositora. La primera tiene que ver con la naturaleza del régimen. A diferencia de un sistema parlamentario, donde la legislatura actúa como único representante directo del pueblo, en el sistema presidencial esta función también la cumple el ejecutivo.

En segundo lugar, porque también a diferencia de un régimen parlamentario, un jefe de gobierno presidencial no tiene la capacidad de responder a una moción de censura con el llamado anticipado a elecciones. Es por esto que donde el jefe de gobierno es electo, la tarea de hacerle rendir cuentas por los errores o consecuencias de sus políticas le corresponde a los votantes, no a los legisladores. En este sistema, destituir legislativamente al jefe de gobierno con poco fundamento es ilegítimo y distorsiona los canales de representación. En segundo lugar, hay una razón más pragmática y local, y es que transformar al juicio político en una censura parlamentaria es muy riesgoso en las condiciones actuales de gobierno en América Latina. La mayor parte de las democracias de la región sufren una alta volatilidad electoral, que a su vez refleja el descontento de los votantes en contextos de estados ineficientes e inestable desempeño económico. Permitir que la legislatura actúe de manera discrecional contra el presidente ante un simple cambio de coaliciones o como chivo expiatorio de los problemas que sufre el país es jugar con fuego, pues cualquier gobierno puede encontrarse en esa condición. Quienes hoy se alegran porque un presidente que les desagrada fue destituido por una legislatura opositora, pronto lamentarán que le ocurra lo mismo a su presidente favorito.

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