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Hace falta política

26 agosto de 2016

No hay una Argentina retrógrada y otra competitiva, hay un solo país que debe ser transformado en conjunto.

El fallo adverso de la Corte Suprema de Justicia respecto a las tarifas de gas es un nuevo episodio del problema con el que ha chocado el Gobierno una y otra vez desde que asumió: subestimar la herencia recibida y sobreestimar sus propias capacidades.

Quizás porque el diagnóstico inicial del macrismo partió de una base equivocada, encandilado con lo que pensó era el triunfo de la Nueva Política. El Gobierno pensó así que todo pasaba por aliviar el peso del Estado que la Vieja Política con sus mediaciones espurias imponía sobre los sectores productivos. El presidente Macri y sus colaboradores creyeron que la tarea por delante era limpiar de nieve estatista la entrada del túnel de la economía para que el crecimiento económico volviera a desatarse. Pequeño detalle: los argentinos somos esquimales. Vivimos en la nieve del populismo. Y así como hay un populismo de los sectores populares, hay un populismo de la clase media, e incluso un populismo del Duhau. El problema no es la política. El problema es la sociedad de la cual la política es simple mediadora.

Carlos Melconian, presidente del Banco Nación, lo ha dicho muy claramente. Están los problemas que dejó el kirchnerismo, pero están los problemas de los que padece Argentina desde hace décadas. Y son esos problemas consuetudinarios los que impiden que la solución que pensaba el Gobierno fuera fácil de implementar. En ese punto, no hay una Argentina competitiva y otra retrógrada. Hay una sola Argentina, la que debe ser transformada en conjunto. Se trata de un sistema encerrado en una dinámica cíclica de auges y crisis.

Queda claro, que si el oficialismo quiere que la sociedad sea cada vez más productiva y competitiva entonces no puede tirar a la pileta económica a gente que no sabe nadar. Tienen que convencerla, tiene que educarla, tiene que negociar los cambios, tiene que ser persuasivo y astuto. No es solo cuestión de planillas Excel y de presentaciones de powerpoints.

El Gobierno necesita de negociadores. El Gobierno necesita de mediadores. El Gobierno falló en la gestión. Pero justo en la gestión más difícil y complicada: la gestión política. En ese punto, el Gobierno peca de ingenuo y dogmático. Ha hecho todo lo posible para no quedar pegado con los partidos políticos tradicionales y populares. Se ha negado a un acuerdo estratégico con el peronismo dialoguista para no salir en la foto. Y trascartón, paga un costo increíble, no por el ajuste necesario después de la festichola K, sino por la horripilante implementación política y comunicacional llevada a cabo por un CEO que proviene del sector al cual, visto desde el ciudadano de a pie, favorecen los incrementos.

La gente no votó en contra del modelo kirchnerista. La gente votó en contra del estilo kirchnerista. El gobierno de Macri pensó que cambiando de estilo externo podía cambiar el modelo. Pero para que esa transición sea posible, sin que se haya dado una crisis que habilita al decisionismo (afortunadamente), necesita de política, mucha política.

El Gobierno ha tenido un celo particular en cuidar que la calle no se desborde. Ha mantenido e incluso incrementado la ayuda social. Dialoga permanentemente con las organizaciones sociales. Ha entablado negociaciones continuas con los intendentes del conurbano, incluso los más torvos, para desazón del radicalismo, que pensó que había llegado el momento de barrerlos a todos. O sea, el tridente oficialista expresado en la Nación, la ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires se ha abocado en prevenir la letal ingobernabilidad social. Y lo bien que ha hecho (aunque, de todos modos, la gobernabilidad plena es sinónimo a mantener el statu quo de ese Lado B de la sociedad argentina).

Inversamente, el Gobierno ha descuidado la gobernabilidad institucional, cuyos problemas no son tan fulminantes como puede ser los relacionados con la ingobernabilidad social. Pero para usar una metáfora boxística, si la ingobernabilidad social es un directo a la mandíbula, la ingobernabilidad institucional son esos golpes al torso que van quitando piernas y aire.

Estas dificultades de perspectiva que exhibe el Gobierno se deben menos a una mentalidad ideológica que a un modelo de análisis parcial y que termina a la postre dificultando el diagnóstico y equivocando la terapia. Para el macrismo, la democracia parecería que debería ser una relación transparente entre el Gobierno y la opinión pública pero que en Argentina es entorpecida y tergiversada por los poderes que se inmiscuyen como mediadores interesados. De este modo, estableciendo un vínculo directo con esa gobernabilidad de la opinión pública y atendiendo con recursos a la gobernabilidad social, el Gobierno podía arrinconar y transformar la gobernabilidad institucional (esa que denomina despectivamente el Círculo Rojo) culpable de todos los males argentinos.

Uno de los más grandes politólogos, Robert Dahl, prefería llamar a las democracias realmente existentes poliarquías, ya que en ellas conviven un conjunto de actores políticos, sociales y económicos, cada uno con una cuota de poder, pero ninguno, siquiera el Gobierno, con la capacidad para imponerse sobre el resto de la sociedad (como intentó el kirchnerismo con su aspiración hegemónica).

La función de la política es precisamente la de mediar entre esos poderes y convertir el conflicto en el consenso mínimo e indispensable. No se trata ni de billetera K ni de powerpoint M. Para que las decisiones de política pública que el país necesita para recuperar el crecimiento fluyan, el gobernar requiere, aparte de saber técnico y de integridad moral, el componente obvio de la gestión política. Armar coaliciones modernizadoras, que no están dadas ni mucho menos y convencer a la sociedad de que el cambio es bueno y viene en serio.

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