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Alfiles: políticos pidiendo tarjeta

28 mayo de 2016

La cruzada anticorrupción parece haber amainado en los grandes medios.

La democracia que conocemos se parece poco al sistema que describían los manuales de educación cívica. La arena de los partidos con programas ideológicos diferentes que exponen sus propuestas a ciudadanos informados que eligen libremente era, en realidad, el fango de organizaciones electorales oportunistas sin ideología estable que luchan para demoler a sus adversarios y restringir las decisiones de los votantes. La ciencia política trabaja sobre la segunda imagen, pero no estaría mal que la realidad se pareciese un poco más al manual. Tenemos, sin ir más lejos, el caso de los políticos que piden tarjeta roja a otros políticos. Algunos entusiastas van más allá, y viajan hasta la FIFA para pedir la inhabilitación de por vida del adversario. ¿Se imaginan a un jugador, con la camiseta y los botines puestos, yendo como querellante al Tribunal de Disciplina en vez de jugar? En política, lo vemos a diario por televisión.

A Montesquieu, quien escribió el famoso tratado sobre la ley y la división de poderes, le preocupaba el despotismo: si la función de Justicia estaba en manos de un monarca, toda la población estaba en riesgo. Así como el monarca debía ser separado de Dios, la Justicia tenía que ser independiente de los otros poderes. Luego, el equilibrio. A la tradición de los pesos y contrapesos institucionales, le preocupaba que cualquier poder quiera avanzar sobre el otro. El veto era para evitar que una Legislatura cebada quiera ocupar el lugar del Ejecutivo, y el juicio político viceversa. A los jueces se los nombra con el acuerdo de los otros dos poderes. Los fueros no eran un privilegio de delincuentes, sino un escudo contra la judicialización de la política. Y así. Los que pensaron este sistema tan inteligente tenían en claro que la lucha por el poder se cuela en todos lados, aún detrás de las acusaciones contra la moral.

Era la historia más vieja del mundo. Cuando la Princesa Morgana Pendragon quiso ocupar el trono de su hermano, el Rey Arturo, acusó a su Corte de corrupción. Y mandó a sus soldados a detener al Mago Merlín, su principal consejero, quien fue atrapado y trasladado a su castillo. En un cepo, y arrastrado por caballos. La Reina Igrania, la madre de Arturo, le preguntó a Merlín por qué no se defendía de las acusaciones falsas, y el Mago respondió: “No hay nada que hacer, sólo Arturo puede resolver esto”. En los quince siglos posteriores el cuento se repitió miles de veces, pero la respuesta de Merlín nunca fue superada. Porque la lucha contra la corrupción del poder es, antes que nada, una cuestión de poder.

Esta separación de los poderes nunca es absoluta. Eso es imposible. Pero el espíritu del equilibrio de poderes debería actuar como malla de contención. Algunos malinterpretan la frase “el Ejecutivo gobierna, el Legislativo controla”. Una frase poco feliz. Es cierto: el Ejecutivo y el Legislativo han ido asumiendo, con el tiempo, algunas funciones de investigación del mal desempeño y la corrupción de sí mismos, y también de otros poderes. Hay autoevaluación institucional, y las políticas de transparencia y prevención de la corrupción administrativa suelen realizarse en el seno de cada rama de gobierno. Pero nada de ello implica la superación de la idea original de Montesquieu: solo debe administrar Justicia el poder público independiente creado a tal efecto.

Las razones son obvias. ¿Qué autoridad para juzgarme puede tener alguien que compite conmigo? ¿Y qué, por lo tanto, está interesado en sacarme del camino? Hay una casta de dirigentes políticos que, como los alfiles, tienen por función casi excluyente la de esmerilar al adversario en la Justicia y los medios de comunicación. Para los y las alfiles, vencer consiste en destruir la reputación del contendiente, sacarlo de la competencia. Hasta que no quede otra que votar, por default, al candidato que defienden. Políticos que piden tarjeta para otros políticos. Entonces, ¿hay que eliminar la Oficina Anticorrupción, prohibir que un dirigente político inicie una causa judicial a otro, u otras formas que usan los alfiles para pedir tarjeta a sus contendientes? No parecen buenas ideas. Un argumento a favor de la inquisición política es que pone transparencia en algo que va a suceder de una manera u otra. Si los alfiles no pudieran hacer su trabajo de esmerilar y desmoralizar al enemigo, otros lo harían desde la clandestinidad. Los famosos carpetazos. En nuestra era, la estrategia electoral se vale de cualquier recurso disponible, y entonces hasta podría ser preferible saber de dónde viene el fuego.

Se supone que los ciudadanos no ignoran que los alfiles están políticamente motivados, pero aceptan su existencia como parte del juego político. De hecho, los alfiles no suelen ser elegidos para desempeñar cargos ejecutivos de alta responsabilidad. Al cargar sobre sus espaldas esa tarea, permiten que los políticos ejecutivos ofrezcan a los votantes las cosas más importantes. Pero no conviene dejar que el juego de los alfiles crezca demasiado, ni que los ciudadanos confundan a los alfiles con los políticos de verdad, porque los que más sufren las oleadas antipolítica son los que están a cargo del Ejecutivo. Hay que proteger la credibilidad general del sistema, y eso, por suerte, lo entienden unos cuantos: de hecho, en la segunda quincena de mayo la cruzada anticorrupción parece haber amainado en los grandes medios de comunicación.

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